El Ministro de la Reconciliación
Como ya hemos visto, Cristo
confió a sus Apóstoles el ministerio de la Reconciliación, que no podría
concluir con la muerte del último de ellos. Por la imposición de las manos este
ministerio fue transmitido a sus sucesores hasta nuestros días.
El mismo San Pablo, que no
era de los Doce y no estuvo presente en el Cenáculo el día de la Resurrección,
se declara "Ministro de la Reconciliación" por la imposición de las
manos.
En efecto, los obispos y los
presbíteros, en virtud del Orden Sacerdotal, tienen el poder maravilloso, como
sucesores de los Apóstoles, de perdonar los pecados "en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo".
El Obispo, cabeza visible de
la Iglesia en su territorio o Diócesis, es con justo título, desde los tiempos
más antiguos, el que tiene principalmente el poder y ministerio de la
Reconciliación. Los demás sacerdotes, sus colaboradores, lo ejercen en la
medida en que han recibido del obispo la tarea de administrarlo.
Ciertos pecados
particularmente graves, como el aborto, están sancionados con la excomunión que
es la pena eclesiástica más severa y que impide la recepción de los Sacramentos
o el ejercicio de actos eclesiásticos. La absolución de dichos pecados y la
reincorporación al seno de la Iglesia, corresponde al Papa, al Obispo del lugar
o a los sacerdotes autorizados por ellos. El Papa Francisco ha concedido a
todos los sacerdotes el poder para levantar la excomunión a causa del aborto. Sin
embargo, en peligro de muerte, todo sacerdote puede absolver de cualquier
pecado y levantar toda excomunión.
El Sacerdote no es dueño
sino servidor del perdón de Dios. Es el buen pastor o el buen samaritano que va
en busca del pecador. Es imagen del Padre que espera al hijo pródigo para
perdonarlo. Es instrumento del amor misericordioso de Dios hacia el pecador .
Dada la delicadeza y la
grandeza de este ministerio y el respeto debido a las personas, la Iglesia
declara que todo Sacerdote que oye confesiones está obligado, so pena de
excomunión, a guardar secreto absoluto sobre los pecados que sus penitentes le
han confesado. No han faltado sacerdotes que han perdido la vida por dicho
secreto, como San Juan Nepomuceno, que fue arrojado atado de pies y manos al
río Moldava en la ciudad de Praga, en el siglo XIV por negarse a violar el
sigilo sacramental.
Hay que reconocer que no
todos los sacerdotes tienen el don o el "carisma" para escuchar
atinadamente las confesiones, o para aconsejar adecuadamente al penitente.
Algunas personas se han alejado del Sacramento y hasta de la Iglesia por haber
encontrado a un sacerdote poco dotado, impaciente, brusco o regañón.
LOS EFECTOS DE LA RECONCILIACIÓN
1. El principal, como su
nombre lo indica, es que nos reconcilia con Dios, es decir, nos restituye, si
la hemos perdido, a la Gracia de Dios, que no es otra cosa que la participación
de la Vida Divina, comunicada al hombre por el Sacramento del Bautismo.
2. El perdón de los pecados
sean veniales o mortales, tiene como resultado, además, la paz y la
tranquilidad de conciencia, a las que acompaña un profundo consuelo espiritual.
El saberse y sentirse perdonado por nuestro Padre amoroso es una verdadera
resurrección espiritual. Es un nacer de nuevo, libres por fin del peso de
nuestros pecados.
3. Hay faltas, como el
aborto, que dejan en el alma una huella muy difícil de borrar. Mujeres hay que
recurren a un psicólogo para liberarse del complejo de culpa que no las deja
vivir en paz. Aquel penitente que realmente contrito y con disposición
religiosa confiesa su pecado, puede estar seguro de que Dios le ha perdonado.
Es más grande el amor de Dios que cualquiera de los pecados del hombre. Una vez
reconciliados con nuestro Padre Dios, no hay por qué sentirse atados a un
pasado, por pecaminoso que pueda ser. Cristo devolvió a María Magdalena, mujer
de vida disoluta, su dignidad total y la convirtió en Santa María Magdalena,
testigo privilegiado y primera anunciadora, a los Apóstoles, de la Resurrección
del Señor.
4. El pecado menoscaba o
rompe totalmente la comunión fraterna. No hace falta mencionar todos los
pecados con los que el hombre ofende al prójimo: mentiras, odios, rencores,
injurias, traiciones, calumnias, golpes, asesinatos... Pero no solamente estos
pecados que hieren directamente al prójimo, rompen la comunión fraterna: aun
los que ofenden directamente a Dios o los muy personales, repercuten en la
comunión de los santos, al mermar la santidad de la Iglesia.
El Sacramento de la
Penitencia restaura la comunión con la Iglesia. No solamente cura al pecador
arrepentido, sino que tiene también un efecto vivificante sobre la vida misma
de la Iglesia que había sufrido por el pecado de uno de sus miembros (1 Cor 12,26).
Una vez restablecida plenamente su participación en la Comunión de los Santos,
goza de los bienes espirituales de aquellos que se hallan ya en la Patria
Celestial y de los que aún peregrinan en la tierra.
5. Importantísima es también
la reconciliación consigo mismo: el penitente perdonado recupera su verdad
interior y es liberado del peso que grava su conciencia. Por eso el salmista
dice: "Dichoso el que es perdonado de su culpa...cuando yo me callaba se
consumían mis huesos... mi pecado reconocí y no oculté mi culpa... y tú
absolviste mi culpa, perdonaste mi pecado" (Sal 32,1-5)
6. A toda buena obra, hecha
en Gracia de Dios, corresponde un mérito de Vida Eterna, pero al caer en pecado
grave, todos los méritos se pierden totalmente. Cuando somos absueltos y
reconciliados, dichos méritos reviven así como los dones del Espíritu Santo y
las virtudes infusas.
Antonio Luis Sánchez Álvarez,
párroco.
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