martes, 21 de marzo de 2017

Partículas de formación... La Confesión II

LA PRÁCTICA DE LA RECONCILIACIÓN Actos del Penitente
Examen de conciencia
A la luz de la Palabra de Dios el penitente descubre el número y la gravedad de sus pecados. No tan solo al recordar los 10 Mandamientos de la Ley de Dios y los 5 de la Iglesia, sino al considerar el Sermón de la Montaña y textos apostólicos (Rm 12-15; 1 Cor 12-13; Gál 5; Ef.4-6)
En esta etapa podemos encontrar conciencias equivocadas por falta de formación: desde aquel que no se descubre ninguna falta "porque no roba ni mata", hasta el escrupuloso que agranda nimiedades y más confía en la minuciosa y exacta investigación de sus pecados, que en la misericordia del Dios que le espera con los brazos abiertos.
Tanto la conciencia laxa, como la escrupulosa, deben ser orientadas por el confesor con toda firmeza.
Dolor de los pecados (Contricción)
En la Parábola del Hijo Pródigo (Lc 15, 11-24) encontramos todo el proceso de la Reconciliación. Aquel muchacho no pensó en volver a la casa de su padre, hasta que tomó conciencia de su lamentable estado. Igualmente, el pecador no iniciará su vuelta a Dios, sino hasta caer en la cuenta de que está en pecado. De pronto, debido sin duda a una inspiración del Espíritu Santo, su conciencia le acusa y se arrepiente de haber pecado.
El arrepentimiento, también llamado contrición o dolor de los pecados, puede surgir por el simple fracaso humano, que el pecado conlleva en muchas ocasiones. El Hijo Pródigo pensó en volver a casa de su padre, simplemente porque tenía hambre. Es un arrepentimiento imperfecto, poco noble, pero Dios lo acepta.
Podemos, por el contrario, arrepentirnos al descubrir la grandeza del amor de Dios y sentir horror por el pecado que ha derramado la Sangre Preciosa de Cristo. Surge también el temor de vernos separados de Dios por nuestros pecados. El retorno a Dios por amor, es una contrición perfecta.
Propósito de enmienda
Una auténtica Contrición, conlleva necesariamente el firme propósito de no volver a pecar. Sería una farsa pedir perdón por un pecado que estamos decididos a seguir cometiendo.
El propósito debe ser universal, es decir de todos los pecados y perpetuo, o sea, para toda la vida. Absurdo sería arrepentirse de unos sí y de otros no, o hacer un propósito "hasta tal o cual día".
El propósito de enmienda, por firme que sea, va sin embargo acompañado de una posible reincidencia, nacida de la debilidad humana. Es por eso que en el Acto de Contrición prometemos "apartarnos de las ocasiones próximas de pecado"
En cuántas ocasiones es el ambiente el que nos induce al pecado: el propósito de enmienda sincero, tal vez nos obligue a dejar ciertos "amigos", lugares y circunstancias que harían naufragar nuestros mejores propósitos.
Decir los pecados al confesor (Confesión)
La confesión de los pecados, incluso desde un punto de vista simplemente humano, nos libera y facilita nuestra reconciliación con Dios, con el prójimo, y con nosotros mismos. Por la confesión, el hombre se enfrenta a los pecados de que se siente culpable, asume su responsabilidad y por ello se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia.
La confesión de los pecados hecha al sacerdote, constituye una parte esencial del Sacramento de la Reconciliación. "En la Confesión, los penitentes deben enumerar todos los pecados graves de que tienen conciencia después de haberse examinado seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos y si han sido cometidos solamente contra los dos últimos Mandamientos del Decálogo, pues a veces estos pecados hieren más gravemente el alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de todos" (Concilio de Trento).
Callar conscientemente algunos pecados, tal vez los más graves, es evidencia de que no se está presentando ante el sacerdote con ánimo de ser perdonado. San Jerónimo dice acertadamente "si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina no cura lo que ignora".
Esta clase de confesiones incompletas voluntariamente, no obtienen el perdón de nada y añaden además un pecado de sacrilegio, por profanar un Sacramento.
Sin ser necesaria la confesión de los pecados veniales, la Iglesia recomienda de todos modos hacerla, ya que esto ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, y a progresar en la Vida Espiritual. Cuando se recibe con frecuencia el Sacramento de la Reconciliación, el don de la misericordia del Padre, impulsa al penitente a ser él también misericordioso.
Según el Mandamiento de la Iglesia "todo fiel llegado a la edad del uso de razón, debe confesar al menos una vez al año, los pecados graves de que tiene conciencia" (Derecho Canónico 989).
Evidentemente, aquél que se encuentra en pecado grave, no puede acercarse a la Sagrada Comunión. San Pablo nos advierte fuertemente en contra de tal atrevimiento: "Por tanto, quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y Sangre del Señor. Examínese pues, cada cual, y coma así el pan y beba el cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación" (1 Cor 11, 27-29)
Por eso el Derecho Canónico en su número 916 ordena: "Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave que no celebre la Misa ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la Confesión Sacramental". Pudiera suceder que haya un motivo realmente grave, por ejemplo, peligro de muerte, y no exista la posibilidad de confesarse antes de la Misa, entonces el fiel debe hacer un acto de contrición perfecta, con la intención de confesarse cuanto antes.
La Satisfacción o Penitencia
Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo, restitución de cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas, etc.) la simple justicia exige esto. Pero además el pecado hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el prójimo. La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecado causó.

Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena salud espiritual. Por lo tanto debe hacer algo para reparar sus pecados: debe "satisfacer" de manera apropiada, debe "expiar" sus malas acciones. Esta satisfacción se llama ordinariamente penitencia, que el confesor impone y debe tener en cuenta la situación personal del penitente y buscar su bien espiritual. Debe corresponder todo lo posible a la naturaleza y gravedad de los pecados cometidos. Puede consistir simplemente en oraciones, pero también en ofrendas, obras de misericordia, servicios al prójimo, privaciones voluntarias y sobre todo en la aceptación paciente de las cruces que la vida misma nos impone. Tales penitencias nos configuran con "Cristo el Señor que expió nuestros pecados con su sacrificio en la Cruz (Rm.3,25).

Antonio Luis Sánchez Állvarez,
párroco.

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