Leo en uno de los muchos análisis y
comentarios sobre la actualidad, al hilo de la masacre de Florida, que el
ataque homófobo del domingo puede “beneficiar” mañana al discurso islamófobo de
Donald Trump en su campaña hacia la Casa Blanca.Y en esa asociación percibe uno
toda la perversidad de un mundo que va construyendo sus identidades a base de
fobias, es decir, de rechazo, de odio, de generalizaciones y de barreras.
Por supuesto que hay personas que, por educación, por
convicción, por ignorancia o por personalidad, pueden construir su discurso y
comprenderse a sí mismas por oposición a otras personas. A los otros. A los
diferentes. De hecho, esta mentalidad de trinchera y de combate parece estar
creciendo en nuestro mundo. Los extremismos nacen justo de esa incapacidad para
lidiar con la ambigüedad, con lo que no está claro, o con lo distinto, y nacen
también de ese miedo a los matices frente a discursos gruesos.
La gran excusa de los extremistas es que “no todo vale”. Y
acusando de relativistas a quien no comparte sus dogmatismos se curan en salud.
Por supuesto que no todo vale en el mundo. Porque si todo valiera, no podríamos
condenar con espanto la ceguera que lleva a un exaltado a armarse con un fusil
y emprenderla a tiros con una comunidad a la que no comprende. No todo vale.
Pero eso no es excusa para la violencia. Ni para el odio. Ni para convertir en
absoluto las propias obsesiones.
La fe nos habla de amor, y no de odio; de amistad, y no
de rechazo; de comprensión, y no de veredictos; de personas, y no de etiquetas.
Hay un examen de conciencia que todos, personas e instituciones, debemos hacer:
en qué medida, con mis actitudes, con mis palabras o con mis silencios,
contribuyo a alimentar a las bestias del odio. En qué medida mi historia, o
nuestra historia, ha podido servir para legitimar a los energúmenos, a los
intransigentes, a los nuevos bárbaros que colonizan redes y calles. También
como Iglesia, tenemos mucho en lo que revisarnos. En ello estamos.
Espero.
José María R. Olaizola sj