Una
máxima ignaciana que define un idea, un deseo, una aspiración legítima
del creyente. Amar a cercanos y lejanos. Con amor que recibe muchos
nombres: amistad, pasión, compasión, respeto… Es verdad que no es
fácil, y que en ocasiones resulta difícil querer a algunas personas. Y
no por mala voluntad, sino porque las relaciones humanas son complejas.
Pero también se aprende. A mirar con benevolencia. A comprender otras
vidas. A desearles lo mejor. Y a trabajar por ello. Ahí entra el
servir. Servir es ponerse manos a la obra para tratar de dejar el mundo
un poquito mejor de lo que lo conocemos. Servir es la disposición para
ayudar, para atender, para sanar… Servir en lo cotidiano. En la
familia, en el trabajo, en el descanso. Sirven las palabras y los
gestos; los silencios y las miradas; sirve nuestro tiempo, si lo
empleamos bien; y la risa que se contagia; las canciones que esponjan;
los esfuerzos por levantar al que anda caído. Sirve dar la vida cada
día. Ignacio de Loyola lo aprendió al mirar a Jesús. Al conocerle,
amarle y seguirle.
Es un buen eslogan para esta
época nuestra. Un poco contracorriente, y para muchos, difícil de
entender. Pero es una buena disposición vital. Darse, a tiempo y a
destiempo. Porque de egoístas va el mundo sobrado. Y así nos va. De
modo que, aunque sea difícil y a veces cueste, ¿por qué no ser
ambiciosos? Para amar y servir, en todo.
Extraído de Pastoralsj.org