Se pueden cometer muchos tipos de errores. Y se
puede corregir también de muchas maneras. A todos nos suena la cita de
Mateo que habla de la corrección fraterna y que comienza: “Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas."
Leo la cita despacio, recuerdo momentos de mi vida en los
cuáles corregí o me han corregido, me detengo en tantos ejemplos, y me
pregunto cómo quiere Dios que yo corrija a otro. Es más, pienso si Dios
hablaría de error o de pecado como yo lo hago. Puede que simplemente
Él fuese en ocasiones más benévolo que yo y que sea entonces su
espíritu quien pueda ayudarme a buscar luz en este tema, quien me anima a no
usar el boli rojo para llenar de tachones el folio del otro.
Repréndelo a solas, dice, porque corregir es un acto de
intimidad, de humildad, de confianza, de ayuda sincera. Y se da el encuentro
profundo y verdadero al poner el centro en el otro más que en uno mismo; al
quererle bien, al ponerme en su lugar. Hasta aquí, no parece del todo fácil.
La cita continúa: "Si
te hace caso, has salvado a tu hermano."
Y es que corregir tiene ese poder, el de salvar. Pero no de
cualquier forma. La cuestión no es si el hermano hace caso, creo yo. Sino si yo
soy capaz de acercarme al otro y practicar esa manera de mirar de Dios, si
consigo distanciarme de ese modo que tiene de hablar mi propio ego, si logro no
cuestionar desde mi enfado sino desde la bendición al otro.
¿Desde dónde? y ¿para qué?, dicen algunos. No para sentirnos
salvadores últimos de la gente que nos rodea, no para creernos superiores a
nadie; al contrario, para sentirnos más hermanos, y para sostenernos unos a
otros desde lo más débil de cada uno.
Elena López