Contemplamos el relato de la muerte de Jesús contada por Juan.
Jesús
contó ciertamente con la posibilidad de un final violento. No era un
ingenuo. Sabía que se exponía al ir a Jerusalén a la muerte porque se
había enfrentado con los saduceos, sacerdotes y romanos por su mensaje
sobre el Reinado de Dios.
Si
Jesús buscaba de alguna manera un cambio de mentalidad en la relación
con Dios y su consecuencia en la vida humana: más justicia y equidad,
era imposible no provocar la reacción de aquellos a los que no
interesaba cambio alguno.
Ciertamente,
Jesús no era un fundamentalista en búsqueda de la inmolación. No busca
la crucifixión. Nunca quiso el sufrimiento ni para los demás ni para él.
Toda su vida se había dedicado a combatirlo allí donde lo encontraba:
en la enfermedad, en las injusticias, en el pecado o en la desesperanza.
Por eso no corre ahora tras la muerte, pero tampoco se echa atrás.
Asume la cruz como la realidad de la vida que se le impone como consecuencia a su manera de afrontar esa misma vida.
Su muerte confirma lo que ha sido su vida entera: confianza total en un Dios que no excluye a nadie.
En
el suplicio de la cruz, que era el de los esclavos, muere también él
como un malvado, pero en su muerte está su fidelidad al Dios defensor de
las víctimas. En su cruz es solidario con la humanidad injustamente
tratada.
Lleno
del amor de Dios, ofrece sentido de vida a quienes sufren el mal y la
injusticia. Él se hace próximo a quienes son excluidos por la sociedad y
la religión y regalará el perdón gratuito de Dios a los últimos.
Esta actitud salvadora que inspira su vida entera, inspirará también su muerte. Como ha vivido, ha muerto.
Por esa razón a los cristianos nos atrae tanto la cruz.
Besamos
el rostro del Crucificado, levantamos los ojos hacia él, escuchamos sus
últimas palabras… porque en su crucifixión vemos el servicio último de
Jesús al proyecto del Padre.
Porque confía que el Padre no lo abandonará al final.. Detrás de su muerte lo espera para darle vida.
Marcelino Sánchez sj