Jesús nunca oculta su cariño hacia tres hermanos que viven en
Betania. Seguramente son los que lo acogen en su casa siempre que sube a
Jerusalén. Un día Jesús recibe un recado: nuestro hermano Lázaro, “tu amigo”, está enfermo.
Al poco tiempo, Jesús se encamina hacia la pequeña aldea. Cuando se
presenta, Lázaro ha muerto ya. Al verlo llegar, María, la hermana más
joven, se echa a llorar. Nadie la puede consolar. Al ver llorar a su
amiga y también a los judíos que la acompañan, Jesús no puede
contenerse. También él “se echa a llorar” junto a ellos. La gente
comenta: “¡Cómo lo quería!“.
Jesús no llora solo por la muerte de un amigo muy querido. Se le rompe el alma al sentir la impotencia de todos ante la muerte.
Todos llevamos en lo más íntimo de nuestro ser un deseo insaciable de
vivir. ¿Por qué hemos de morir? ¿Por qué la vida no es más dichosa, más
larga, más segura, más vida?
El hombre de hoy, como el de todas las épocas, lleva clavada en su
corazón la pregunta más inquietante y más difícil de responder: ¿Qué va a ser de todos y cada uno de nosotros? Es inútil tratar de engañarnos. ¿Qué podemos hacer? ¿Rebelarnos? ¿Deprimirnos?
Sin duda, la reacción más generalizada es olvidarnos y “seguir
tirando”. Pero, ¿no está el ser humano llamado a vivir su vida y a
vivirse a sí mismo con lucidez y responsabilidad? ¿Solo a nuestro final hemos de acercarnos de forma inconsciente e irresponsable, sin tomar postura alguna?
Ante el misterio último de nuestro destino no es posible apelar a
dogmas científicos ni religiosos. No nos pueden guiar más allá de esta
vida. Más honrada parece la postura del escultor Eduardo Chillida al
que, en cierta ocasión, le escuché decir: “De la muerte, la razón me dice que es definitiva. De la razón, la razón me dice que es limitada”.
Los cristianos no sabemos de la otra vida más que los demás.
También nosotros nos hemos de acercar con humildad al hecho oscuro de
nuestra muerte. Pero lo hacemos con una confianza radical en la Bondad del Misterio de Dios que vislumbramos en Jesús. Ese Jesús al que, sin haberlo visto, amamos y, sin verlo aún, le damos nuestra confianza.
Esta confianza no puede ser entendida desde fuera. Sólo puede ser
vivida por quien ha respondido, con fe sencilla, a las palabras de
Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida. ¿Crees tú esto?”.
Recientemente, Hans Küng, el teólogo católico más crítico del siglo
veinte, cercano ya a su final, ha dicho que para él morirse es “descansar en el misterio de la misericordia de Dios”.
J. A. Pagola