El relato del nacimiento de Jesús es
desconcertante. Según Lucas, Jesús nace en un pueblo en el que no hay
sitio para acogerlo. Los pastores lo han tenido que buscar por todo
Belén hasta que lo han encontrado en un lugar apartado, recostado en un
pesebre, sin más testigos que sus padres.
Al parecer, Lucas siente necesidad de
construir un segundo relato en el que el niño sea rescatado del
anonimato para ser presentado públicamente. ¿Qué lugar más apropiado que
el Templo de Jerusalén para que Jesús sea acogido solemnemente como el
Mesías enviado por Dios a su pueblo?
Pero, de nuevo, el relato de Lucas va a
ser desconcertante. Cuando los padres se acercan al Templo con el niño,
no salen a su encuentro los sumos sacerdotes ni los demás dirigentes
religiosos. Dentro de unos años, ellos serán quienes lo entregarán para
ser crucificado. Jesús no encuentra acogida en esa religión segura de sí
misma y olvidada del sufrimiento de los pobres.
Tampoco vienen a recibirlo los maestros
de la Ley que predican sus “tradiciones humanas” en los atrios de aquel
Templo. Años más tarde, rechazarán a Jesús por curar enfermos rompiendo
la ley del sábado. Jesús no encuentra acogida en doctrinas y tradiciones
religiosas que no ayudan a vivir una vida más digna y más sana.
Quienes acogen a Jesús y lo reconocen
como Enviado de Dios son dos ancianos de fe sencilla y corazón abierto
que han vivido su larga vida esperando la salvación de Dios. Sus nombres
parecen sugerir que son personajes simbólicos. El anciano se llama
Simeón (“El Señor ha escuchado”), la anciana se llama Ana (“Regalo”).
Ellos representan a tanta gente de fe sencilla que, en todos los pueblos
de todas los tiempos, viven con su confianza puesta en Dios.
Los dos pertenecen a los ambientes más
sanos de Israel. Son conocidos como el “Grupo de los Pobres de Yahvé”.
Son gentes que no tienen nada, solo su fe en Dios. No piensan en su
fortuna ni en su bienestar. Solo esperan de Dios la “consolación” que
necesita su pueblo, la “liberación” que llevan buscando generación tras
generación, la “luz” que ilumine las tinieblas en que viven los pueblos
de la tierra. Ahora sienten que sus esperanzas se cumplen en Jesús.
Esta fe sencilla que espera de Dios la
salvación definitiva es la fe de la mayoría. Una fe poco cultivada, que
se concreta casi siempre en oraciones torpes y distraídas, que se
formula en expresiones poco ortodoxas, que se despierta sobre todo en
momentos difíciles de apuro. Una fe que Dios no tiene ningún problema en
entender y acoger.
J. A. Pagola