Todos los cristianos lo sabemos. La eucaristía dominical se puede convertir fácilmente en un “refugio religioso” que nos protege de la vida conflictiva en la que nos movemos a lo largo de la semana. Es tentador ir a misa para compartir una experiencia religiosa que nos permite descansar de los problemas, tensiones y malas noticias que nos presionan por todas partes.
A veces somos sensibles a lo que
afecta a la dignidad de la celebración, pero nos preocupa menos
olvidarnos de las exigencias que entraña celebrar la cena del Señor.
Nos molesta que un sacerdote no se atenga estrictamente a la normativa
ritual, pero podemos seguir celebrando rutinariamente la misa, sin
escuchar las llamadas del Evangelio.
El riesgo siempre es el mismo:
Comulgar con Cristo en lo íntimo del corazón, sin preocuparnos de
comulgar con los hermanos que sufren. Compartir el pan de la eucaristía
e ignorar el hambre de millones de hermanos privados de pan, de
justicia y de futuro.
En los próximos años se van a ir
agravando los efectos de la crisis mucho más de lo que nos temíamos. La
cascada de medidas que se nos dictan de manera inapelable e implacable
irán haciendo crecer entre nosotros una desigualdad injusta. Iremos
viendo cómo personas de nuestro entorno más o menos cercano se van
empobreciendo hasta quedar a merced de un futuro incierto e
imprevisible.
Conoceremos de cerca inmigrantes
privados de asistencia sanitaria, enfermos sin saber cómo resolver sus
problemas de salud o medicación, familias obligadas a vivir de la
caridad, personas amenazadas por el desahucio, gente desasistida,
jóvenes sin un futuro nada claro… No lo podremos evitar. O endurecemos
nuestros hábitos egoístas de siempre o nos hacemos más solidarios.
La celebración de la eucaristía en
medio de esta sociedad en crisis puede ser un lugar de concienciación.
Necesitamos liberarnos de una cultura individualista que nos ha
acostumbrado a vivir pensando solo en nuestros propios intereses, para
aprender sencillamente a ser más humanos. Toda la eucaristía está
orientada a crear fraternidad.
No es normal escuchar todos los
domingos a lo largo del año el Evangelio de Jesús, sin reaccionar ante
sus llamadas. No podemos pedir al Padre “el pan nuestro de cada día”
sin pensar en aquellos que tienen dificultades para obtenerlo. No
podemos comulgar con Jesús sin hacernos más generosos y solidarios. No
podemos darnos la paz unos a otros sin estar dispuestos a tender una
mano a quienes están más solos e indefensos ante la crisis.
Jose Antonio Pagola