Apenas se oye hablar hoy de la «providencia de Dios». Es un lenguaje que ha ido cayendo en desuso o que se ha convertido en una forma piadosa de considerar ciertos acontecimientos. Sin embargo, creer en el amor providente de Dios es un rasgo básico del cristiano.
Todo brota de una convicción radical. Dios no abandona ni se desentiende de aquellos a quienes crea, sino que sostiene su vida con amor fiel, vigilante y creador. No estamos a merced del azar, el caos o la fatalidad. En el interior de la realidad está Dios, conduciendo nuestro ser hacia el bien.
Esta fe no libera de penas y trabajos, pero arraiga al creyente en una confianza total en Dios, que expulsa el miedo a caer definitivamente bajo las fuerzas del mal. Dios es el Señor último de nuestras vidas. De ahí la invitación de la primera carta de san Pedro: «Descargad en Dios todo agobio, que a él le interesa vuestro bien» (1 Pedro 5,7).
Esto no quiere decir que Dios «intervenga» en nuestra vida como intervienen otras personas o factores. La fe en la Providencia ha caído a veces en descrédito precisamente porque se la ha entendido en sentido intervencionista, como si Dios se entrometiera en nuestras cosas, forzando los acontecimientos o eliminando la libertad humana. No es así. Dios respeta totalmente las decisiones de las personas y la marcha de la historia.
Por eso no se debe decir propiamente que Dios «guía» nuestra vida, sino que ofrece su gracia y su fuerza para que nosotros la orientemos y guiemos hacia nuestro bien. Así, la presencia providente de Dios no lleva a la pasividad o la inhibición, sino a la iniciativa y la creatividad.
No hemos de olvidar por otra parte que, si bien podemos captar signos del amor providente de Dios en experiencias concretas de nuestra vida, su acción permanece siempre inescrutable. Lo que a nosotros hoy nos parece malo puede ser mañana fuente de bien. Nosotros somos incapaces de abarcar la totalidad de nuestra existencia; se nos escapa el sentido final de las cosas; no podemos comprender los acontecimientos en sus últimas consecuencias. Todo queda bajo el signo del amor de Dios, que no olvida a ninguna de sus criaturas.
Desde esta perspectiva adquiere toda su hondura la escena del lago de Tiberíades. En medio de la tormenta, los discípulos ven a Jesús dormido confiadamente en la barca. De su corazón lleno de miedo brota un grito: «Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?». Jesús, después de contagiar su propia calma al mar y al viento, les dice: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?».
José Antonio Pagola
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