domingo, 22 de marzo de 2020

Comentario del Evangelio del IV Domingo de Cuaresma, ciclo A (Jn. 9, 1-41)


En este cuarto domingo de Cuaresma, llamado Laetare, viene la Palabra de Dios para iluminar el acontecimiento que estamos pasando, un acontecimiento que nos inquieta y ante el que nos sentimos en gran medida incapaces de comprender y de afrontar. “Lámpara es tu palabra en nuestros pasos, luz en mis senderos” nos recuerda el salmo y precisamente de la luz nos habla el Evangelio de este domingo. Se trata del encuentro de Jesús con el ciego de nacimiento, un hombre que no podía ver, que nunca pudo ver y cuya desgracia muchos atribuían a un castigo divino. “¿Quién pecó, este o sus padres, para que tenga esta desgracia?". Es una tentación el atribuir los acontecimientos difíciles o los sufrimientos como una forma en la que Dios reprende nuestra infidelidad. La respuesta de Jesús niega radicalmente esta idea falsa de Dios: “Ni por el pecado de éste ni por el de sus padres sucede, sino para que se manifiesten las obras de Dios”.

¿Cuál es esa luz capaz de iluminar cualquier tiniebla, esa luz de la que carecía aquel ciego desde su nacimiento? Sin duda es la luz de la fe, la fe en Jesucristo, “mientras estoy en el mundo yo soy la luz del mundo”. La fe, que es sin duda un regalo de Dios que ni nos hemos merecido, ni la hemos conquistado sino, como a aquel pobre ciego, Jesús la da como una pura gracia. La fe que no siempre nos hace ver las cosas con toda nitidez pero que disipa nuestras sombras, que nos permite confiar en la fidelidad de Dios, en su providencia amorosa. La fe en Cristo Resucitado que ha vencido al pecado y a la muerte y es la roca firme en la que podemos apoyarnos con firmeza. “Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo porque tu vara y tu cayado me sosiegan”.

Estamos sin duda en una Cuaresma muy diferente de otras Cuaresmas, nadie podía prever esta experiencia dolorosa y desconcertante de la epidemia que nos envuelve y cuyo desenlace tampoco conocemos. Se trata, sin duda, de una prueba de fe, “no tenemos ni Templo, ni sacerdotes, ni sacrificios que ofrecer a Dios” clamaban los israelitas en el destierro de Babilonia. Parecía que todo había quedado suspendido o desvanecido, pero de ahí el pueblo de Israel salió fortalecido y volvió a recuperarlo todo de un modo nuevo, apreciando como un tesoro a lo que en aquellas circunstancias había tenido que renunciar. En la que nosotros estamos viviendo el Pueblo de Dios no puede acercarse a recibir los sacramentos, ni a compartir la fe en la celebraciones. Esta privación nos puede ayudar a purificar y a redescubrir el don de la Eucaristía, de la Reconciliación, de la comunidad, cuando pase este tiempo de desierto y de tormenta. Es ocasión de profundizar en la oración en el seno de cada hogar, “entra en tu habitación y ora a tu Padre” nos decía el Evangelio del Miércoles de Ceniza. También el ayuno y la limosna lo podemos vivir de otra manera renunciando a la libertad que supone en confinamiento y viviéndolo no sólo como una obligación o una medida de seguridad sino como expresión de fraternidad en especial con los más vulnerables, ancianos y enfermos.

Pero hasta que llegue el momento en que todo pueda superarse, no sabemos cuándo, no estamos solos, no vamos a oscuras. Misteriosamente la comunión en la fe y en la oración, la escucha de la Palabra y la añoranza de la Eucaristía nos sostiene. “De noche iremos, de noche que para encontrar la fuente sólo la sed nos alumbra” cantamos y es verdad: la sed de Dios, el hambre de la Eucaristía, la luz de la fe en el Dios fiel es la lámpara que nos guía por el camino de la paz. No nos vemos pero nos sabemos unidos en oración, en la fe en Cristo Jesús que es la Luz del mundo, de modo que el que le sigue no camina en tinieblas. En su Sagrado Corazón confiamos.

Ignacio Gaztelu
Párroco de Madre de Dios