Mensaje de los Obispos de la Comisión Episcopal de
Relaciones Interconfesionales con motivo de la Semana
de Oración por la Unidad de los Cristianos 2020
«Nos mostraron una humanidad poco común»
La tradicional Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos nos devuelve a una realidad que olvidamos con demasiada frecuencia: que los cristianos
estamos lejos de la unidad que Cristo quiso para su Iglesia. Este año el Octavario se inspira en la narración de la terrible tempestad que padecieron los
pasajeros de la nave que llevaba a san Pablo a Roma con algunos prisioneros
más custodiado junto por soldados, al frente de los cuales el centurión romano de nombre Julio. El Apóstol había apelado al tribunal del César y tenía
que acudir a Roma, surcando el Mediterráneo desde Cesarea Marítima, en
tierras de Palestina. Durante la travesía se desencadenó una fuerte tempestad
que duró más de dos semanas y que los arrastró hasta la ensenada de una
playa donde encallaron. Habían llegado a Malta sin haber comido durante
este tiempo y sin ropas, después de haber lanzado al mar cuanto llevaban para
aligerar el peso de la nave, expuestos al vendaval y a la tempestad.
Este es el relato que termina con el agradecimiento de los tripulantes de la
nave socorridos en Malta con verdadera humanidad por los nativos de la isla
y por el personaje principal, Publio, que acogió en su propia casa a los náufragos y los auxilió hasta la admiración. De ella deja constancia Lucas, autor del
libro de los Hechos, al comentar: «Los isleños nos mostraron una humanidad
poco común» (Hch 28, 2). Un relato de gran actualidad, si pensamos en las
travesías de los emigrantes y refugiados en busca de puerto seguro en el Mediterráneo. Miles de ellos huyen de sus países de origen perseguidos por su
fe o sus ideas. El relato contrastado con la realidad de cada día es una fuerte
llamada a la unidad de acción de todos los cristianos, para que tratemos con
solícita humanidad a cuantos nos piden ayuda. Los países de los que proceden los emigrantes padecen males sociales y desórdenes que les obligan a
buscar unas condiciones de vida mejor entre nosotros. Es necesario ayudar a
los países que los emigrantes abandonan, promoviendo en ellos el respeto a
los derechos humanos, la libertad religiosa y el bienestar social que ahora no
pueden legítimamente ofrecer a cuantos se ven obligados a emigrar.
El Octavario ha de servirnos a los cristianos para suplicar en la oración la
ayuda misericordiosa del Señor. Necesitamos su gracia para que nos inspire sentimientos de humanidad, y así movidos por el Espíritu apliquemos a las
relaciones entre nuestras distintas comunidades cristianas la caridad fraterna. La necesitamos para reconocernos recíprocamente bautizados en Cristo y
hermanados en él por el mismo Dios Padre. Creados por medio de Cristo Jesús (cf. Ef 2, 10), Dios nos ha unido en su Hijo, nuestro Redentor, suprimiendo la separación entre los pueblos, para que nos reconociéramos «miembros
del mismo cuerpo, partícipes de la misma promesa en Cristo Jesús por medio
del Evangelio» (Ef 3, 6).
Si las divisiones no pueden anular el bautismo válidamente administrado por
las Iglesias y comunidades eclesiales, el Octavario nos invita a la oración que
ilumine nuestro conocimiento del misterio de Cristo, del cual hemos sido hechos partícipes por el mismo bautismo. No hay otro punto de partida para
reconstruir la unidad visible de la Iglesia y alcanzar la meta de la misma Eucaristía. Hemos andado un largo trecho hacia la recomposición de la unidad
perdida y anhelada, pero, acosados por la tempestad de una cultura contraria
al Evangelio, aún no hemos soltado la carga que impide que la nave se sostenga sobre las aguas altivas de una sociedad relativista y la indiferencia ante la
proclamación del mensaje evangélico.
Cristo nos pide fidelidad a su mandamiento de permanecer en la unidad, para
que el mundo crea que Jesús es el enviado del Padre (cf. Jn 17, 21.23). La
reconciliación comienza, ciertamente, por el reconocimiento del bautismo
como sacramento de la fe común en Cristo, de la filiación adoptiva a la que
hemos accedido mediante el perdón de los pecados y la gracia bautismal que
nos inicia en la santidad de vida, pero sólo se manifiesta como unidad consumada en la celebración común de la eucaristía.
Para que la nave de la Iglesia no termine encallando contra los arrecifes de
la increencia y el rechazo de la proclamación misionera del Evangelio en el
mundo, es precisa nuestra reconciliación como cristianos. Reconciliados en
el amor que nos hermana, no nos dejemos vencer por las dificultades del
camino hacia la unidad y prosigamos hacia la meta común, sin saltar sobre
las condiciones de la verdadera unidad. Hemos de reconocer con humildad
ante Dios que aún no estamos unidos, aunque son muchas las realidades de
fe y de gracia que nos unen, más que las que nos separan, pero seguimos
divididos, y esta no es la voluntad de Cristo. Hacia la unidad que el Señor
ha querido para su Iglesia no hay atajos, y no podemos dejarnos vencer por
la impaciencia. No basta creer que estamos unidos por el bautismo para
no tener muy presente que no podemos comulgar unidos. Ni el activismo
humanitario ni tampoco el voluntarismo espiritual, por fervoroso que sea, pueden producir la unidad de la Iglesia, que es fruto de la misericordia del
Padre, don y gracia consumada de Jesucristo en el Espíritu Santo.
La unidad de la Iglesia ha de ser suplicada en la oración para que venga sobre
nosotros la luz que ilumine nuestro entender y saber de las cosas de Dios.
Tenemos la tentación de confundir lo que nosotros podemos hacer con lo
que solo Dios puede hacer. La oración de Jesús por la unidad de la Iglesia
no puede quedar sin la respuesta de Dios; por eso nuestra oración, unida a la
oración de Jesús, nos abre esperanzados y llenos de confianza a un futuro que
solo Dios conoce, pero que se anticipa en nuestro recíproco amor y mutuo
reconocimiento como hermanos en Cristo.
En el difícil camino hacia la plena comunión en la única Iglesia de Cristo,
necesitamos fortaleza, para no ceder a la tentación de dar por supuesta una
unidad que en realidad no tenemos. Los cristianos no debemos engañarnos
y culpablemente padecer un espejismo inútil en su afán. La evolución de las
últimas décadas sucedida en algunas Iglesias históricas y comunidades eclesiales ha distanciado a confesiones cristianas que habían andado un largo camino de la unidad visible de la Iglesia. Hemos alcanzado grandes logros en el
acercamiento de posturas doctrinales sobre la justificación por la fe y el fruto
de las buenas obras. Hemos acercado posturas sobre la vida sacramental y la
recomposición de un entendimiento común de la eucaristía, la sucesión apostólica en la fe común y en el ministerio de los Apóstoles, y hemos emprendido
juntos un progresivo reconocimiento recíproco de los elementos de gracia y
salvación que compartimos en la Iglesia, pero la unidad visible todavía no es
una realidad lograda.
Esta solo la lograremos mediante una profunda conversión a Cristo, porque en
él estamos enraizados y en él y por su medio, Dios nos ha reconciliado. Todas
las Iglesias históricas han perdido fieles y, en Europa, la secularización de la
vida cotidiana tiende a excluir la religión del horizonte en el que se hace presente el sentido y la orientación última de nuestra vida mortal. Necesitamos
cambiar nuestro corazón y nuestra mente y dejar que la gracia de Dios purifique y transforme nuestra vida, para volver a ser testigos de Jesús en el mundo
indiferente de nuestro tiempo.
Convertidos a Cristo podremos proclamar el evangelio de palabra y de obra,
y así afrontar el gran desafío de la nueva evangelización. Nuestra proyección
misionera forma parte de la condición cristiana, por eso necesitamos el gran
argumento de la unidad cristiana para dar razón de la esperanza que tenemos en
Cristo, como pide san Pedro a los cristianos de la primera hora (cf. 1 Pe 3, 15).
Los cristianos necesitamos de la unidad de la Iglesia para mostrar al mundo que la comunión de los que se saben hermanos en el Hijo de Dios es manifestación de la comunión con Dios, único futuro para el hombre, comunión
en el amor que ofrecemos a todos al proponerles la adhesión a Cristo y a su
Iglesia. En ella, «todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama,
se le abrirá» (Mt 7, 8).
En la Iglesia, sufrimos con los cristianos perseguidos y muertos por amor a
Cristo, nos hacemos solidarios de los que huyen y piden refugio, defendemos
los derechos y la dignidad que es connatural al ser humano como imagen e
hijo de Dios y, con caridad y generosa humanidad, queremos ayudar a los que
necesitan de nosotros con solicitud y verdadero afecto. Los que están lejos
comprenderán mejor el mensaje que les proponemos, si a los cristianos nos
hace sufrir vernos divididos y si aspiramos a reconstruir la unidad perdida.
Os saludamos con afecto y os deseamos la bendición del Señor.
