Jesús se había aparecido a los discípulos de Emaús, de incógnito, como un peregrino más. Les había abierto los ojos mientras partía el pan. Ellos vuelven a contarlo a los apóstoles y se vuelve a repetir la escena del domingo pasado: Jesús en medio ofreciendo su paz, no como la da el mundo, sino más profunda, más serena, más de verdad. Y los discípulos de nuevo llenos de miedo, de sorpresa: ¡¡se ponen blancos, ahora de susto!!
¿Cómo te quedas tú cuando ves algo que no esperabas? Ponte en su lugar. El Maestro murió, lo mataron. Dieron fe de ello. Ahora buscan cómo salir de ésta sin que a ellos les pase lo mismo; están a la espera de que pase el tiempo, con el maldito miedo pegado a los huesos, susceptibles de cualquier llamada a la puerta, cualquier chivatazo de un vecino, un curioso… Y Jesús se pone en medio. Se asustan aún más. Jesús percibe su miedo, sus dudas… les muestra sus manos y sus pies. No cabe duda, es Él en persona. ¿Tú le reconocerías?, ¿tú tiendes a ver al Resucitado como un fantasma o como qué?, ¿hay algo que te asuste de Él?
Como no acaban de creer por el miedo a la alegría Jesús pide comida y vuelve a recordarles el valor de la Escritura, como hizo con los de Emaús. Toda la historia apuntaba hacia Él y continúa después de él. Nada es lo mismo, hay un antes y un después. Pero a nosotros nos toca vivir un proceso de “acostumbramiento” a Jesús resucitado y “resucitante”, que ya no es el mismo que andaba por los caminos de Palestina pero que nos da la fuerza y la vida para vivir como resucitados. No me digas en no es para ponerse blanco de asombro…
Con Jesús resucitado todo se abre, las puertas, la mente, el corazón. Todo es nuevo. De otro color. Y con más ganas de salir del propio encierro. Después de abrir, Jesús envía. Quizá nos pongamos blancos también por esta confianza de Jesús en nosotros. Pero Él va por delante, nos espera en la galilea de nuestra vida cotidiana donde hemos de ser testigos de resurrección.
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