sábado, 31 de diciembre de 2016

Comentario Evangelio del domingo 1 de Enero (Solemnidad de la Santísima Virgen María, Madre de Dios, ciclo A) - Lc. 2, 16-21

Hemos terminado un año y vamos a empezar otro con nuevos deseos e ilusiones, con proyectos e inquietudes que nos ayuden a mejor vivir cada día, que nos ayuden a ser mejores personas, que nos sirvan para ser también mejores con los demás. Seguro que muchas cosas pasan por nuestra vida a lo largo de un año. Muchos acontecimientos vividos, sufridos, sentidos, comprendidos o incomprendidos,… pero sólo se nos quedan unos pocos que conservamos en el corazón por mucho tiempo, porque han dejado huella o porque, sencillamente, nos interpelan y nos quieren decir algo.

Algo así les pasa a los pastores del evangelio de hoy y a María, la madre de Dios. Los acontecimientos que ocurren a su alrededor les dejan huella y los meditan en su corazón, los propagan inmediatamente a los cuatro vientos, porque descubren que no se los pueden quedar, sino que son para todos por el hecho de que traen paz, felicidad, sosiego y alegría infinita y, ¡claro! algo así no se puede callar ni encerrar en cuatro paredes porque sería una irresponsabilidad. Es por ello que “los pastores fueron corriendo y encontraron a María, a José y al niño acostado en un pesebre” (Lc 2,16-21).

Los pastores se animan unos a otros, van corriendo, comunican lo sucedido, glorifican y alaban a Dios por lo que han visto y oído. Ellos escuchan, se ponen en camino, comprueban, creen, gozan, alaban y anuncian. ¿No es ésta la misión de todo cristiano?

En nuestras iglesias necesitamos animarnos unos a otros, necesitamos contagiarnos la fe, la alegría de creer, la alegría de sentirnos parte de un interesante proyecto que invita a la vida y a la plenitud en todo lo que hacemos. Un proyecto, el Reino de Dios, que es necesario meditar en el corazón, como María, y hacer muchos silencios interiores para poderlo vivir con gozo y poderlo comunicar, rápidamente, con palabras y hechos.

Necesitamos vivir y anunciar a Jesús (“el que salva”), el Hijo de Dios, que está con nosotros, que es para nosotros en lo cotidiano, en lo sencillo de cada día, porque la Virgen María nos lo da para que nosotros también podamos darlo diariamente, puesto que viene con la paz a todos los niveles: personal, familiar, comunitaria, mundial,… Es el príncipe de la paz recostado en un pesebre y envuelto en pañales para que a partir de este momento no lo busquemos en lo maravilloso y espectacular, sino en lo sencillo de cada día. Esta es la gran novedad que celebramos cada Navidad. Por eso, no puede haber Navidad, ni Buena Noticia, ni año nuevo, si no somos capaces de descubrir en los rostros sufrientes de los pobres, los rasgos de Dios, la presencia de Dios. Y es, gracias a la Virgen María, que nos entrega a Jesús, donde se nos revela el misterio de Dios.

También comenzamos el año haciendo vida en nosotros las palabras del salmo 66: “El Señor tenga piedad y nos bendiga”. Es decir, desde el inicio del año, queremos ser bendecidos por Dios, queremos que el Señor se fije en nosotros, ilumine nuestro rostro y nos conceda su salvación; que tenga piedad con nosotros, con nuestras debilidades y fragilidades, con nuestros pecados que nos desvían del buen camino y nos hacen perder la paz. Pedimos al Señor que nos ayude con su bendición para que nosotros podamos también bendecir (bien-decir) a los demás. Para que podamos llevar la paz del Señor siempre con nosotros y nos ayude a buscar la paz en todo.

José Mª Tortosa Alarcón.