Llegamos al final de esta
serie que hemos ido dedicando a las obras de misericordia. Durante semanas,
distintas voces nos han ayudado a asomarnos a cuestiones que tienen que ver con
la compasión, con el encuentro, con la debilidad que se vuelve fortaleza, con
tantas cosas... Estamos finalizando el año la misericordia, pero el reto viene ahora. Nos toca convertir las palabras sobre las obras en
obras que hagan vida y carne esas palabras. De otro modo, nos quedaríamos a
mitad de camino, en marcha hacia una tierra prometida que no terminará de
llegar. De esto trata el evangelio, no de recitar y proponer ideas fabulosas
que luego no se pueden llevar a la práctica; sino de poner el amor en marcha,
convertirlo en caricia, en consejo, en acogida, en comida y bebida compartida,
consuelo, enseñanza, oración y tantas otras cosas.
La misericordia no es un eslogan más. Es el corazón del
evangelio. Es la mejor síntesis de las enseñanzas de Jesús. Es lo que mostró a
todos aquellos que se cruzaron en su camino. Misericordia que era acogida para
los excluidos, los leprosos, las mujeres marcadas, los recaudadores de
impuestos, todos los señalados por el dedo acusador de los puros. Y
misericordia que, para esos mismos puros, era provocación y propuesta que no
siempre supieron encajar. De hecho, por eso, por oponer compasión a Ley, por
mostrar el rostro del Dios Abbá frente
al Dios Juez, Jesús terminó en una cruz.
Hoy, cuando la fuerza habla más que la debilidad, cuando los
discursos estridentes, el odio, la incomprensión y la intolerancia parecen
revivir frente a épocas de una convivencia mucho más pacífica en tantos lugares
del mundo, toca apostar, con más fuerza si cabe, por la palabra amable, el
gesto cordial y la mirada acogedora. No queda otra, en nombre del evangelio.