Hoy
no utilizaré metáforas ni rodeos. No hablaré de las enfermedades espirituales,
ni de enfermedades sociales. No. La enfermedad es esa realidad que nos acaba
alcanzando a todos. Es esa condición natural a la que nuestro cuerpo tiende por
el hecho de estar vivo y no ser perfecto. La sufrimos en nosotros y la vemos en
otros. La podemos negar, cambiar de nombre y evitar en nuestras conversaciones.
O la podemos afrontar y aprender de ella.
Con
el tiempo he ido descubriendo algo que sólo intuía cuando elegí medicina como
profesión. Y es que la enfermedad nos sitúa en nuestro justo lugar y saca de
nosotros una de las verdades más profundas. Se convierte en maestra. Dura y
exigente, pero maestra.
Hay
enfermedades banales que nos ponen apenas una piedra en el zapato. Un pequeño
susto. A veces un tratamiento crónico que no nos condiciona mucho más. Esa
piedra en el zapato se convierte casi en la oportunidad de hacer consciente el
que caminamos.
Otras
veces la enfermedad, propia o ajena, nos pone ante una realidad más seria, más
grave. Nos pone frente a frente de nuestra finitud. Echa por tierra nuestro
afán de omnipotencia y fortaleza. Nos desgasta hasta que un día nos lleva
consigo o nos arrebata al ser querido.
Es
ahí donde aparece, casi por milagro, la realidad más honda. Que ni salud ni
enfermedad; ni vida larga ni corta; nos quitan un ápice de nuestra verdad más
profunda: ser criaturas de Dios. Todo lo demás no añade ni resta nada a esa
dignidad y belleza fundamental. Por eso asistir a un enfermo no es más
que visitar a la otra persona en esa verdad desnuda: eres mi hermano. Y yo no soy ni más ni menos. Puedo
entonces acompañar sin verborrea ni moralina, puedo quedarme en silencio sin compasiones
doloristas, puedo hasta bromear sin que eso sea una huida del problema. Es
simplemente estar con el otro. Visitar la persona y no la enfermedad. Ahí está
el alivio más profundo.
Charlie Gómez-Virseda sj