Tradicionalmente el mes de mayo viene siendo en el mundo católico el
mes de María. Muchos de nosotros, de pequeños, rezábamos durante este
mes, de manera especial, en el colegio. Se llevaban flores a la Virgen.
La primavera acompañaba. Las primeras comuniones y el día de la madre
también se venían a sumar a la devoción del mes. Hoy la mezcolanza
de devociones y celebraciones civiles y religiosas hace que, aunque estas
prácticas se sigan celebrando en distintos lugares, con todo nada tenga
demasiada trascendencia. Han proliferado campañas y memorias hasta
el punto de que en el mundo católico constantemente estamos en estado
de evocación. Hoy es la lucha contra el hambre, mañana María, pasado
la paz, al día siguiente nuestra propia familia religiosa, luego el santo
fundador, y a continuación un tiempo litúrgico especial.
Y, sin embargo, la figura de María sigue teniendo para nosotros, católicos,
un peso singular, una presencia que echa raíz en la fe, en la psicología
y en la antropología; sigue ofreciendo una densidad que tiene que ver
con su ser madre y la aspiración tan universal a un abrazo protector como
el que intuimos en la madre de Jesús. De ahí el poder proponer, desde
estas páginas, algunas claves para profundizar, durante este mes, en la
presencia de María.
La maternidad. En María encontramos una imagen de la madre que evoca
un tipo de amor radical, primero, incondicional. Cuántas veces decimos que una madre es capaz de cualquier cosa por proteger a los suyos. O que
la madre conoce a sus hijos mejor que ellos mismos. Cuántas veces señalamos
que la madre es aliada incondicional de sus vástagos, para quienes
desea lo mejor. Y eso, en María, lo queremos ver de manera ejemplar. La
madre que acoge, cuida, vela. La que enseña a su hijo. La que, sin embargo,
cuando llega el momento de dejarle echarse al camino, no interfiere ni
monopoliza, sino que acepta el curso de la vida. La que estará en las horas
buenas y en las horas peores, hasta el pie de la cruz.
La dificultad. Aunque a veces parece que hoy la veneración a María la
recubre demasiado de oropeles y brillos, la mujer del evangelio es una
mujer que tiene que luchar. En muchos momentos. Con la duda primera,
cuando se le plantea algo que no entiende. Como tantas veces en que
todos y cada uno de nosotros necesitamos una claridad que no tenemos.
Con la pobreza, tan presente en la vida de personas y pueblos antes y
después. Esa pobreza de quien da a luz en un establo, fuera de los lugares
cálidos, en la intemperie y rodeado de miseria. Con la persecución
primera, que la convierte en emigrante forzada, lejos de su tierra y su familia.
Y, por último, con la tragedia que supone la muerte de un hijo, y
más en esas condiciones. Imágenes de María dolorosa (la Piedad, María
al pie de la cruz, advocaciones como La Virgen de las Angustias) se convierten
en reflejo de las frustraciones, heridas y derrotas de muchas personas
en sus horas bajas.
La compasión. Una de las pocas escenas en la vida pública de Jesús en que
aparece María es el relato del evangelio de Juan de las Bodas de Caná. Una
interesante construcción en la que María tiene un papel fundamental. Ella
es la que mira y se da cuenta de lo que falta. Ella es la que, sin dejarse llevar
por la indiferencia, se implica. Y lejos de rendirse, adivina, en Jesús,
una respuesta posible. Esa mirada de María en Caná evoca otras miradas
evangélicas, como la de Jesús en el templo ante el óbolo de la viuda. La capacidad
de conmoverse, implicarse y buscar respuestas ante las carencias de
nuestro mundo es algo profundamente humano.
La fe. María es discípula, que aprende, y es, de algún modo, la primera
creyente. La que persevera. La que acoge la palabra, y cuando esa palabra
es Hijo, Verbo, se sigue fiando. La que se esfuerza por comprender, y medita y guarda todas esas cosas en su corazón, un silencio muy necesario en
cualquier época, pero imprescindible hoy en día. Propone San Ignacio en
sus Ejercicios Espirituales que la primera aparición del resucitado probablemente
sería a María, la madre. Pero no se nos cuenta. Quizás porque
María no necesitaba una aparición para recobrar la fe, y por eso no hay relato
de conversión en este encuentro. Sin embargo, es claro para nosotros
que en María la fe es una dimensión irrenunciable de su relación con Jesús.
Fe en la promesa de Dios, concretada ahora en su Hijo.
La comunidad. Al pie de la cruz María y Juan se funden en un abrazo
protector. No hay soledad definitiva ni en la hora de la aparente derrota.
Hasta en la debilidad –o quizás especialmente en la debilidad– hay
encuentro. Y eso seguirá siendo así. Cuando en los relatos de los Hechos
de los Apóstoles encontramos a María en el centro de los discípulos, adivinamos
en ella un vínculo de unión, una figura que aglutina en torno a
sí a los hijos heridos, dispersos, desanimados. Ella sostiene su espera y su
búsqueda. Ella comparte su oración. Ella es, también, testigo de la acción
del Espíritu entre ellos.
Cinco facetas de la vida de María: maternidad, dificultad, compasión, fe
y comunidad. Cinco propuestas sobre las que seguir reflexionando y celebrando
hoy. Cinco espejos en los que poder ver el reflejo de la propia
vida. Porque, a imagen de María, cada uno de nosotros, hoy, está llamado
a amar con ese amor incondicional y primero; a afrontar la dificultad
que puede nacer del compromiso por el evangelio; a mirar al mundo con
ojos compasivos y dispuestos a implicarnos; a creer, aprendiendo en el
camino; a encontrarnos, forjando comunidades donde las personas sepamos
compartir lo que somos.
Lo concreto del mes de mayo tendrá más que ver con lugares y edades.
Ya sea que se lleven o no se lleven flores a María; se canten los cantos tradicionales
o se ore en silencio; se tenga más o menos devoción a María
bajo una advocación u otra, de las muchas que en el mundo católico han
ido tomando forma a través de los siglos... quizás lo importante de esta
devoción es que nos conecta con esa semilla de divinidad que todos llevamos
dentro.
José María Rodríguez Olaizola, sj