sábado, 2 de abril de 2016

Comentario Evangelio del domingo 3 de abril (II Pascua) - Jn. 20; 19-31

Ante la vivencia actual de nuestra fe en la mayoría de los creyentes, tenemos la sensación de que estamos dormidos, anodinos, lejos de los que sufren y anclados en tiempos pasados. Por todos lados se comenta y se ve que muchas parroquias están vacías, sin gente joven ni de mediana edad y casi sin niños. Si alguna tiene gente, es muy mayor y con poco espíritu misionero, propio de la edad.

Por otra parte, se vislumbran pequeños grupos –parroquiales o no- que intentan salir de la situación antes descrita y vivir su fe de una manera totalmente nueva, pero no llegan a contagiar a otros, aunque sí provocan admiración.

Con las cosas así, hemos de preguntarnos ¿qué está pasando? ¿Por qué la vivencia del Resucitado no suscita en nosotros esa misma alegría y esperanza que impulsó a los primeros discípulos?

Los textos de hoy hablan de alegría, gozo, paz, curación, misericordia, no temer, dar testimonio,… y son las experiencias a las que nos invitan. Estamos en tiempo de Pascua de Resurrección y Cristo se hace presente para alentar nuestra vida y nuestra misión, “como el Padre me ha enviado, os envío yo también” nos dice el Evangelio (Jn 20,19-31). Por tanto “recibid el Espíritu Santo” y perdonad en mi nombre, pero también curad en mi nombre, llevad la paz en mi nombre, practicad la justicia en mi nombre; todo lo que hagáis sea en nombre de Jesús resucitado.

Con la fuerza del Espíritu Santo recibido en el bautismo, con la escucha de la Palabra de Dios en cada Eucaristía vivida y, con la cercanía y pertenencia a una comunidad, vamos viviendo nuestra fe centrada en Cristo Resucitado que está presente en medio de nosotros, de una manera especial en los que sufren, en los pobres, en los marginados y excluidos, en todos aquellos lugares donde se ausenta y se maltrata la dignidad humana por cualquier motivo, (o sin motivo).

Tomás, el discípulo, necesita tocar y palpar las heridas de Jesús para llegar a creer y confesar su fe -“¡Señor mío y Dios mío!”-. Necesitó ver el sufrimiento humano para de ahí, dar el salto a la fe y ser testigo. Quizás, esa experiencia de Tomás, sea también necesaria hoy para muchas personas. Vivir y trabajar con los que hoy sufren y los pobres, puede provocar el paso a la fe y el paso a una militancia cristiana plena. Así lo deseamos y así lo experiementé en la ciudad de Tegucigalpa (Honduras) en un viaje relámpago hace unos años, donde las misiones están vivas, donde el sufrimiento y la miseria humana es constante y en cantidad, donde muchas personas de diferentes culturas dedican parte de su vida a trabajar por, con y entre los más pobres de la tierra; en muchas ocasiones en situaciones difíciles y jugándose –literalmente- la vida. Pero todo ello con alegría, con paz y con un entusiasmo que se contagia y te provoca hasta tomar partido.

Lo que sí nos queda claro es que, la vivencia, la experiencia de Jesús Resucitado, provocó en los primeros discípulos un impulso misionero que los llevó a dar testimonio de palabra y obra: “los apóstoles hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo” “más aún, crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor” (Hch 5,12-16). Esa experiencia los envalentonó y los llevó a dar testimonio del Señor ante cualquier situación y personas, sabiendo que con ello podían perder la vida como el Maestro; pero no les importó, sino que lo hacían conscientes de que esa era la condición para ser auténticos discípulos.

Así pues, hagamos nosotros lo mismo. Nos dejamos llenar del Espíritu de Jesús Resucitado y nos lanzamos a dar testimonio de él entre los pobres, drogadictos, presos, ancianos, marginados, enfermos, personas en soledad, etc. y todas aquellas personas que necesitan una atención y un cuidado especial, porque Dios así lo quiere y prefiere.

José Mª Tortosa