Con un tono
tranquilo, pausado; con la lenta cadencia que aporta hablar en un idioma que
quizás no se domina; con el detenimiento de quien quiere que cada palabra
quede; con la tranquila serenidad de quien sabe que no es la agresividad y la
contundencia lo que funciona en determinados foros. Así habló el papa en
el congreso de Estados Unidos. Un largo discurso en el que, hilvanando la
memoria de Abraham Lincoln, Martin L. King, Dorothy Day y Thomas Merton, tocó
muchos palos y apuntó varias cuestiones.
A medida
que hablaba, se levantaban los congresistas y senadores aplaudiendo a rabiar, o
permanecían en silencio, incluso sorprendidos o incomodados cuando alguna de
sus afirmaciones les removía. Para espectadores poco habituados al modo de
expresarse del Capitolio, sorprende esa forma de expresar aprobación a base de
ovaciones en pie, que sin embargo es habitual en los grandes discursos del
congreso norteamericano. Y así, un "Todos hemos sido extranjeros"
suscitó aprobación entusiasta. La reivindicación de la abolición de la pena de
muerte dejó a muchos con una mueca helada. Y la simple mención de la regla de
oro del amor y la compasión provocó una ovación de gala.
El mundo
busca, desesperadamente, profetas. Gente capaz de destapar contradicciones, denunciar
miserias y apuntar en una dirección que suscite esperanza. Lo sorprendente es
que, cuando los encontramos, a veces los aplaudimos, los citamos y hasta les
ponemos medallas, pero no es tan fácil que decidamos hacerles caso.
La mejor
ovación es lo que hagamos con la propia vida.
José María R. Olaizola sj
http://www.pastoralsj.org/