La ejecución del Bautista no fue algo casual. Según
una idea muy extendida en el pueblo judío, el destino que espera al
profeta es la incomprensión, el rechazo y, en muchos casos, la muerte.
Probablemente, Jesús contó desde muy pronto con la posibilidad de un
final violento. Jesús no fue un suicida ni buscaba el martirio. Nunca
quiso el sufrimiento ni para él ni para nadie. Dedicó su vida a
combatirlo en la enfermedad, las injusticias, la marginación o la
desesperanza. Vivió entregado a “buscar el reino de Dios y su justicia”:
ese mundo más digno y dichoso para todos, que busca su Padre.
Si acepta la persecución y el martirio es por fidelidad a
ese proyecto de Dios que no quiere ver sufrir a sus hijos e hijas. Por
eso, no corre hacia la muerte, pero tampoco se echa atrás. No huye ante
las amenazas, tampoco modifica ni suaviza su mensaje.
Le habría sido fácil evitar la ejecución. Habría bastado con
callarse y no insistir en lo que podía irritar en el templo o en el
palacio del prefecto romano. No lo hizo. Siguió su camino. Prefirió ser ejecutado antes que traicionar su conciencia y ser infiel al proyecto de Dios, su Padre.
Aprendió a vivir en un clima de inseguridad, conflictos y acusaciones.
Día a día se fue reafirmando en su misión y siguió anunciando con
claridad su mensaje. Se atrevió a difundirlo no solo en las aldeas
retiradas de Galilea, sino en el entorno peligroso del templo. Nada lo
detuvo.
Morirá fiel al Dios en el que ha confiado siempre. Seguirá
acogiendo a todos, incluso a pecadores e indeseables. Si terminan
rechazándolo, morirá como un “excluido” pero con su muerte confirmará lo
que ha sido su vida entera: confianza total en un Dios que no rechaza ni excluye a nadie de su perdón.
Seguirá buscando el reino de Dios y su justicia, identificándose con los más pobres y despreciados.
Si un día lo ejecutan en el suplicio de la cruz, reservado para
esclavos, morirá como el más pobre y despreciado, pero con su muerte
sellará para siempre su fe en un Dios que quiere la salvación del ser
humano de todo lo que lo esclaviza.
Los seguidores de Jesús descubrimos el Misterio último de la realidad, encarnado en su amor y entrega extrema al ser humano.
En el amor de ese crucificado está Dios mismo identificado con todos
los que sufren, gritando contra todas las injusticias y perdonando a los
verdugos de todos los tiempos. En este Dios se puede creer o no creer,
pero no es posible burlarse de él. En él confiamos los cristianos. Nada
lo detendrá en su empeño de salvar a sus hijos.
J. A. Pagola