Lo que hace que este día sea "santo" es que está preñado de una
esperanza cierta. Después de unos días muy intensos en los que todo se
ha sucedido con rapidez, casi sin frenos, la liturgia se calla, los
altares se callan, las bocas que cantaban se callan. Todo se sume en el
silencio, pero no es un silencio hueco, vacío, desprovisto de todo. Es
un silencio que alberga la vida y que la contiene antes de que ésta
explote. El sábado santo es como el brote nuevo que vemos en el árbol
justo antes de explotar en flores rebosantes de color, de vida, de savia
nueva. Como el brote que alberga la rama seca del que brotará una nueva
rama alimentada por el brío incontenible de la primavera. Sí, el sábado
santo sabe más de vida que de muerte porque, aunque anda de ambos
equidistante, deja atrás lo que la cruz clavó y el sudario cubrió y
promete la luz de una mañana soleada, brillante, plena.
Prepararemos el
corazón para la Vida y a que sin prisas emprendamos desde ya el camino
que nos abre la Pascua, esa que ya se vislumbra y que tan solo en unas
horas celebraremos.