Las fiestas
navideñas son una época dedicada al recuerdo, a volver a pasar por
el corazón ese Misterio de un amor divino y profundamente humano que
se encarna en nuestras vidas de manera cercana y palpable: “Así:
te necesito, de carne y hueso” reza un himno en la Liturgia de
las horas. Época de recuerdos y también de regalos: porque mucho
hemos recibido, despierta en nosotros el deseo de regalar también a
otros un poquito de nuestro tiempo, un detalle solidario, una muestra
de cariño hacia las personas que queremos. Nos regalamos además
sueños y buenos deseos para el año que comienza, y nos hacemos el
firme propósito de ser esta vez un poquito más amables y
comprensivos, escuchar más y juzgar menos, ser más responsables,
más perseverantes, más valientes, más benévolos…
La
propuesta de cambios y mejoras para el nuevo año puede llegar a ser
infinita. Sucede entonces que nuestro vigor inicial va menguando
conforme pasan los días y vemos que, en nuestra pequeña rutina
cotidiana, seguimos manteniendo esa peculiar manera nuestra de hacer
las cosas que no logramos cambiar por entero. La voluntad de cambio
se termina adormeciendo en el alma hasta que, unos seis meses más
tarde, volvemos a hacer balance a propósito de Pentecostés y
pedimos de nuevo los dones del Espíritu: “Ven, Espíritu
divino, manda tu luz desde el cielo…”. Me planteo entonces si
es posible reenfocar este nuevo tiempo que iniciamos desde una
perspectiva más evangélica, que nos haga sentir renacidos y
portadores de Buenas Nuevas. Me planteo qué ocurriría si en esta
ocasión, en vez de plantearnos qué cambiar, nuestro reto fuese
redescubrir los dones que ya poseemos. Me pregunto qué pasaría si
en vez de querer ser “de otra manera”, nos propusiésemos
sencillamente vivir en plenitud lo que ya somos, tal y como somos.
Hablamos de
nuevos “dones”, “propósitos”, “talentos” pero ¿y si
esos matices de nuestra personalidad fuesen ya los dones que, no
obstante, seguimos pidiendo? ¿y si lo que ocurre es que,
sencillamente, no sabemos reconocer esos dones porque estamos
acostumbrados a ellos y nos parece natural ser como somos? ¿y si no
consistiese en hacer sacrificios para cambiar, sino en vivir lo que
somos en plenitud? ¿y si por un instante olvidásemos el
perfeccionismo, las comparaciones, la culpabilidad; si dejásemos de
centrarnos en lo que no hacemos, no somos y no alcanzamos? ¿y si el
Misterio de Amor que hemos celebrado consistiese en redescubrir ese
misterio incomprensible de saber que en nosotros habita, se encarna,
nace y renace un espíritu divino? ¿y si adorar al Niño nos llevase
a acoger con adoración e infinita ternura a ese niño interior que
todos llevamos dentro? ¿y si su Venida sirviese para reconocer que
cada persona ha venido al mundo para enriquecerlo con su forma
genuina de ser; que lo que nos hace diferentes – y a menudo tememos
mostrar – fuese lo que hemos venido a aportar al mundo, aquí y
ahora? ¿acaso la diversidad de caracteres – de dones – no se
corresponde con la imagen pentecostal de los apóstoles hablando
lenguas diferentes, cada uno con acento propio? ¿no invita ese
pasaje a acoger la diversidad desde la total aceptación, integración
y tolerancia con los demás y con nosotros mismos?
Pensemos:
¿y si lo que tendemos a considerar como “defectos” fuesen en
realidad dones que esperan una aplicación adecuada? El hombre
tachado de charlatán, ¿no haría un gran bien a personas
necesitadas de compañía? Quien muestra impulsividad, ¿no sería
óptimo para defender causas justas? Los eternos inseguros, ¿no
ayudan a evitar radicalismos al sopesar siempre cada opción,
considerando los pros y los contras? ¿Por qué no reformular cuanto
nos caracteriza en positivo, como don? ¿por qué nos cuesta resaltar
nuestras virtudes y nuestra valía, y terminamos escondiendo nuestras
capacidades bajo una modestia que a veces nos opaca y limita?
“Una
lámpara no se enciende para taparla con alguna vasija, sino que se
la pone en alto para que alumbre a todos los que están en la casa.
Del mismo modo, procurad que vuestra luz brille delante de la gente
para que, viendo el bien que hacéis, alaben todos a vuestro Padre
que está en el cielo”.
¿No es el
miedo a mostrarnos como somos el origen de nuestra radical separación
de Dios, de que lo sintamos ajeno a nosotros y no como el espíritu
que nos habita? ¿no lo refiere así el pasaje del Génesis en que
Adán y Eva se esconden por pudor a mostrarse desnudos? ¿y si
superásemos la vergüenza, y nos convenciésemos de que está bien
que seamos como somos, de que la mirada de Dios es sólo Amor que
acoge y ama sin prejuicios? ¿cómo nos miraríamos entonces? ¿cómo
miraríamos a los demás? ¿y si no hubiese que celebrar la venida de
Dios o de su Espíritu sólo de año en año, porque estuviésemos
convencidos de que se manifiesta en nosotros en lo cotidiano?
“Se
les apareció un Ángel del Señor y les envolvió con su luz”. ¿Y
si sólo necesitásemos un poco de lucidez para mirarnos de frente y
reconocernos cada uno desde el Amor? ¿no nos llevaría eso a mirar
de igual modo a las demás personas? “Amarás al prójimo como a
ti mismo”. ¿No valdría una sola mirada nacida del corazón
para alumbrar nuestras sombras y nuestros miedos? “Una palabra
tuya bastará para sanarme”. ¿No nos transfiguraría poder
mostrarnos ante el mundo sin tapujos? ¿y si comenzásemos este año
atreviéndonos a salir de nuestro encierro, mostrándonos como somos,
con el orgullo de ser así, sabiéndonos don y regalo de Dios para el
mundo? ¿y si el único propósito que plantear fuese la coherencia
con nuestro ser profundo? ¿no terminaría la pelea con “eso que
Dios me pide, para lo que no me veo digno o capaz”? ¿y si la
búsqueda de nuestra vocación (que tantos miedos y quebraderos de
cabeza da) no fuese más que una llamada a la autenticidad, a vivir
con alegría lo que somos?
¿Y si nos
creyésemos que el Dios que nos habita renace y se regala a los demás
a través de nosotros? ¿y si acogiésemos de igual modo a quienes
nos rodean, intuyendo en ellos ese misterio del tesoro escondido? ¿y
si creyésemos de verdad que todos participamos por igual de ese
espíritu, sin importar que seamos mujer u hombre, creyentes o ateos;
sin atender a ideologías, nacionalidades, orientación sexual o
estilo de vida? ¿y si nos permitiésemos – los unos a los otros, y
cada uno a sí mismo – vivir desde el corazón la máxima “Paz
a los hombres de buena voluntad”? ¿no nos llevaría
inevitablemente a tender lazos de paz hacia los otros? “Paz a
vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”.
¿Y si de
verdad nuestra vida se desarrollase en clave de festejo permanente?
¿no quedaría la sociedad desconcertada por nuestra actitud, como ya
ocurrió a los primeros cristianos? ¿no dirían también de nosotros
“Mirad cómo (se) aman”? ¿no nos llevaría esta actitud a
volcar una mirada de amor hacia el mundo, tan necesitado (ahora y
siempre) de ternura y esperanza? ¿y por qué, sin embargo, nos
suena idílico y poco realista? ¿por qué nos cuesta imaginarlo? “Si
tuvierais fe, aunque fuera tan pequeña como una semilla de mostaza
[…] nada os sería imposible”. ¿Y si esta vez nos lo
creyésemos? ¿y si, aun sin creerlo, intentásemos vivir el 2013
desde esa clave, considerando además que es el Año de la Fe? ¿y si
no tuviésemos nada que perder? Sabernos don para el mundo… ¿y por
qué no?
MARÍA
TERESA SÁNCHEZ CARMONA
Extraído
de eclesalia