miércoles, 23 de enero de 2013

Saberse don


Las fiestas navideñas son una época dedicada al recuerdo, a volver a pasar por el corazón ese Misterio de un amor divino y profundamente humano que se encarna en nuestras vidas de manera cercana y palpable: “Así: te necesito, de carne y hueso” reza un himno en la Liturgia de las horas. Época de recuerdos y también de regalos: porque mucho hemos recibido, despierta en nosotros el deseo de regalar también a otros un poquito de nuestro tiempo, un detalle solidario, una muestra de cariño hacia las personas que queremos. Nos regalamos además sueños y buenos deseos para el año que comienza, y nos hacemos el firme propósito de ser esta vez un poquito más amables y comprensivos, escuchar más y juzgar menos, ser más responsables, más perseverantes, más valientes, más benévolos…
La propuesta de cambios y mejoras para el nuevo año puede llegar a ser infinita. Sucede entonces que nuestro vigor inicial va menguando conforme pasan los días y vemos que, en nuestra pequeña rutina cotidiana, seguimos manteniendo esa peculiar manera nuestra de hacer las cosas que no logramos cambiar por entero. La voluntad de cambio se termina adormeciendo en el alma hasta que, unos seis meses más tarde, volvemos a hacer balance a propósito de Pentecostés y pedimos de nuevo los dones del Espíritu: “Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo…”. Me planteo entonces si es posible reenfocar este nuevo tiempo que iniciamos desde una perspectiva más evangélica, que nos haga sentir renacidos y portadores de Buenas Nuevas. Me planteo qué ocurriría si en esta ocasión, en vez de plantearnos qué cambiar, nuestro reto fuese redescubrir los dones que ya poseemos. Me pregunto qué pasaría si en vez de querer ser “de otra manera”, nos propusiésemos sencillamente vivir en plenitud lo que ya somos, tal y como somos.
Hablamos de nuevos “dones”, “propósitos”, “talentos” pero ¿y si esos matices de nuestra personalidad fuesen ya los dones que, no obstante, seguimos pidiendo? ¿y si lo que ocurre es que, sencillamente, no sabemos reconocer esos dones porque estamos acostumbrados a ellos y nos parece natural ser como somos? ¿y si no consistiese en hacer sacrificios para cambiar, sino en vivir lo que somos en plenitud? ¿y si por un instante olvidásemos el perfeccionismo, las comparaciones, la culpabilidad; si dejásemos de centrarnos en lo que no hacemos, no somos y no alcanzamos? ¿y si el Misterio de Amor que hemos celebrado consistiese en redescubrir ese misterio incomprensible de saber que en nosotros habita, se encarna, nace y renace un espíritu divino? ¿y si adorar al Niño nos llevase a acoger con adoración e infinita ternura a ese niño interior que todos llevamos dentro? ¿y si su Venida sirviese para reconocer que cada persona ha venido al mundo para enriquecerlo con su forma genuina de ser; que lo que nos hace diferentes – y a menudo tememos mostrar – fuese lo que hemos venido a aportar al mundo, aquí y ahora? ¿acaso la diversidad de caracteres – de dones – no se corresponde con la imagen pentecostal de los apóstoles hablando lenguas diferentes, cada uno con acento propio? ¿no invita ese pasaje a acoger la diversidad desde la total aceptación, integración y tolerancia con los demás y con nosotros mismos?
Pensemos: ¿y si lo que tendemos a considerar como “defectos” fuesen en realidad dones que esperan una aplicación adecuada? El hombre tachado de charlatán, ¿no haría un gran bien a personas necesitadas de compañía? Quien muestra impulsividad, ¿no sería óptimo para defender causas justas? Los eternos inseguros, ¿no ayudan a evitar radicalismos al sopesar siempre cada opción, considerando los pros y los contras? ¿Por qué no reformular cuanto nos caracteriza en positivo, como don? ¿por qué nos cuesta resaltar nuestras virtudes y nuestra valía, y terminamos escondiendo nuestras capacidades bajo una modestia que a veces nos opaca y limita?
Una lámpara no se enciende para taparla con alguna vasija, sino que se la pone en alto para que alumbre a todos los que están en la casa. Del mismo modo, procurad que vuestra luz brille delante de la gente para que, viendo el bien que hacéis, alaben todos a vuestro Padre que está en el cielo”.
¿No es el miedo a mostrarnos como somos el origen de nuestra radical separación de Dios, de que lo sintamos ajeno a nosotros y no como el espíritu que nos habita? ¿no lo refiere así el pasaje del Génesis en que Adán y Eva se esconden por pudor a mostrarse desnudos? ¿y si superásemos la vergüenza, y nos convenciésemos de que está bien que seamos como somos, de que la mirada de Dios es sólo Amor que acoge y ama sin prejuicios? ¿cómo nos miraríamos entonces? ¿cómo miraríamos a los demás? ¿y si no hubiese que celebrar la venida de Dios o de su Espíritu sólo de año en año, porque estuviésemos convencidos de que se manifiesta en nosotros en lo cotidiano?
Se les apareció un Ángel del Señor y les envolvió con su luz”. ¿Y si sólo necesitásemos un poco de lucidez para mirarnos de frente y reconocernos cada uno desde el Amor? ¿no nos llevaría eso a mirar de igual modo a las demás personas? “Amarás al prójimo como a ti mismo”. ¿No valdría una sola mirada nacida del corazón para alumbrar nuestras sombras y nuestros miedos? “Una palabra tuya bastará para sanarme”. ¿No nos transfiguraría poder mostrarnos ante el mundo sin tapujos? ¿y si comenzásemos este año atreviéndonos a salir de nuestro encierro, mostrándonos como somos, con el orgullo de ser así, sabiéndonos don y regalo de Dios para el mundo? ¿y si el único propósito que plantear fuese la coherencia con nuestro ser profundo? ¿no terminaría la pelea con “eso que Dios me pide, para lo que no me veo digno o capaz”? ¿y si la búsqueda de nuestra vocación (que tantos miedos y quebraderos de cabeza da) no fuese más que una llamada a la autenticidad, a vivir con alegría lo que somos?
¿Y si nos creyésemos que el Dios que nos habita renace y se regala a los demás a través de nosotros? ¿y si acogiésemos de igual modo a quienes nos rodean, intuyendo en ellos ese misterio del tesoro escondido? ¿y si creyésemos de verdad que todos participamos por igual de ese espíritu, sin importar que seamos mujer u hombre, creyentes o ateos; sin atender a ideologías, nacionalidades, orientación sexual o estilo de vida? ¿y si nos permitiésemos – los unos a los otros, y cada uno a sí mismo – vivir desde el corazón la máxima “Paz a los hombres de buena voluntad”? ¿no nos llevaría inevitablemente a tender lazos de paz hacia los otros? “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”.
¿Y si de verdad nuestra vida se desarrollase en clave de festejo permanente? ¿no quedaría la sociedad desconcertada por nuestra actitud, como ya ocurrió a los primeros cristianos? ¿no dirían también de nosotros “Mirad cómo (se) aman”? ¿no nos llevaría esta actitud a volcar una mirada de amor hacia el mundo, tan necesitado (ahora y siempre) de ternura y esperanza? ¿y por qué, sin embargo, nos suena idílico y poco realista? ¿por qué nos cuesta imaginarlo? “Si tuvierais fe, aunque fuera tan pequeña como una semilla de mostaza […] nada os sería imposible”. ¿Y si esta vez nos lo creyésemos? ¿y si, aun sin creerlo, intentásemos vivir el 2013 desde esa clave, considerando además que es el Año de la Fe? ¿y si no tuviésemos nada que perder? Sabernos don para el mundo… ¿y por qué no?
MARÍA TERESA SÁNCHEZ CARMONA
Extraído de eclesalia