
Y si eso se puede afirmar de muchas de las piezas que componen el puzzle del libro de los Ejercicios, un ejemplo típico lo encontramos en la que constituye uno de los “ejercicios” fundamentales de los mismos, que no es otro que el de la oración.
Ignacio va a distinguir netamente dos tipos de oración: la meditación y la contemplación. Cada una tiene sus matices propios. La meditación (y su equivalente más cercano, la “consideración”) es más activo-reflexiva.
La segunda es más pasivo-receptiva. El paso de una a otra supone un enfoque progresivo a través del cual el ejercitante irá pasando de una experiencia más centrada en sí mismo (con el esfuerzo propio del que “medita” con todas sus “potencias” –memoria-entendimiento-voluntad-, a otra más centrada en el objeto mismo de toda oración –Dios, a través de los misterios de la vida de Cristo. Paso, en definitiva, de una experiencia más bien de tintes ascéticos (meditaciones), a otra más decididamente mística (contemplaciones).
Pero en ambas claves o modos de orar destaca con fuerza un rasgo característico de la pedagogía ignaciana de la oración que no es otro que su fuerte dosis de personalización. En contraste [...]
Pero en ambas claves o modos de orar destaca con fuerza un rasgo característico de la pedagogía ignaciana de la oración que no es otro que su fuerte dosis de personalización. En contraste [...]