Estos días asistimos, estremecidos, a
las noticias sobre la violencia radical en el norte de Irak, donde miles
de cristianos están siendo sistemáticamente masacrados en nombre de un
islamismo radical y desquiciado. También nos toca reflexionar sobre la
labor y los límites de las opciones humanitarias de tantos hombres y
mujeres que, de distintas maneras, trabajan con otros y por otros en
lugares de frontera. La epidemia del ébola, las encrucijadas planteadas
por el contagio de Miguel Pajares y las distintas maneras de entender
cómo ha de reaccionarse en una circunstancia como la que le ha tocado,
todo ello invita a pensar.
El evangelio nos llama a dar la vida. Dar la vida no es morir, sino amar. Aunque a veces la muerte sea parte del compromiso y consecuencia de ese amor. La
vida se da cada día, de tantas formas. El propio Jesús dio la vida, y
lo hizo no solo muriendo en una cruz, sino cada día de su historia, en
los caminos, en el encuentro con las personas, en su incesante actividad
para proponer una sociedad diferente, una ley al servicio del ser
humano y un nuevo rostro de Dios.
Y ahí tenemos una pregunta, que cada uno necesitamos hacernos alguna
vez. De qué manera, cómo y a quién estoy dando mi vida. De qué manera el
compromiso con el evangelio me lleva a poner toda la carne en el
asador, e ir poniendo en juego fuerzas, ilusiones, proyectos y tiempo.
De qué manera acepto un compromiso que me pondrá en tesituras
complicadas, y me enfrentará con el conflicto, con la incomprensión o
con el rechazo. De qué manera amo. Y hasta qué punto la actividad es
misión y no tan solo “trabajo”.
Hay un punto de desproporción entre estas preguntas personales y la
realidad tremenda de estas personas en situaciones trágicas. Pero quizás
hay también algo de responsabilidad aterrizada si, al hilo de esas
historias, dejamos que se zarandeen las propias inercias, y nos
preguntamos por la seriedad y la radicalidad concreta con la que estamos
dando la vida.
José Mª R. Olaizola sj
Extraído de Pastoralsj