El concilio Vaticano II, obra personal de
Juan XXIII, es el acontecimiento cristiano más importante del siglo XX,
celebrado en un momento propicio religioso y cultural, en pleno desarrollo de
la sociedad europea y en una excelente coyuntura mundial. Contribuyeron
favorablemente a su realización los movimientos de renovación eclesial previos
al mismo; se opusieron los sectores más inmovilistas y conservadores del
catolicismo. En todo caso, el Concilio contribuyó a un cambio profundo de la
cosmovisión cristiana, ya que fue el final de la contrarreforma, la
consagración de los movimientos eclesiales innovadores, el reconocimiento de
los valores de la modernidad y la aparición de una nueva conciencia de Iglesia.
Sin embargo, algunos piensan que el
concilio se convocó muy tarde; otros creen que se celebró demasiado pronto. Lo
cierto es que el Vaticano II es un Concilio de transición, aunque no hay
coincidencia en señalar de qué transición se trata. Ciertamente, el Vaticano II
es un final y un comienzo. Sin embargo, si se comparan los propósitos
conciliares con lo ocurrido en la Iglesia un cuarto de siglo después, los
juicios sobre el Vaticano II son divergentes. Hay quienes lo descalifican como
decisión peligrosa y equivocada; otros juzgan negativamente el posconcilio por
la mala aplicación de las decisiones conciliares; y algunos afirman que nos
estamos desviando -por involución- del espíritu conciliar. La batalla se libra
en torno a una interpretación global del espíritu y de los contenidos del
Vaticano II.
1. El fenómeno del Vaticano II
a) El anuncio conciliar
Después que Pío IX declarase el dogma de
la infalibilidad del papa en el Concilio Vaticano I (1869-1870) parecían
innecesarios los concilios; bastaba el magisterio pontificio. Los pontificados,
desde Pío IX a Pío XII, tuvieron una cierta continuidad en sus decisiones y
declaraciones, sin necesidad de convocar un concilio. A lo sumo algunos papas
pretendieron terminar el Vaticano I, interrumpido en 1870 por la guerra entre
Prusia y Francia. Así lo pensó Pío XI en 1923, pero la gravedad de la situación
internacional le hizo desistir. Pío XII tuvo el mismo deseo en 1948 pero, dadas
las opiniones contrapuestas, renunció al proyecto en 1951. A finales de 1958,
recién nombrado papa Juan XXIII, nadie pensaba en la terminación del Vaticano I
ni en la promulgación de un nuevo concilio.
La convocatoria de un "un concilio
ecuménico para la Iglesia universal", hecha por Juan XXIII el 25 de enero
de 1959, produjo asombro en el mundo e inquietud en la curia romana. Recordemos
que la expresión "concilio ecuménico" significa en la tradición
católica "concilio general" de los obispos en comunión con la sede de
Roma. La invitación a las Iglesias separadas se traduciría posteriormente en la
presencia de observadores oficiales.
Juan XXIII había sido elegido papa tres
meses antes, a los 78 años de edad, durante un breve cónclave (25-28 de octubre
de 1958), como solución transitoria o de compromiso.
b) El contexto histórico
En el momento de la convocatoria conciliar
la Iglesia católica estaba en paz, no había en su interior herejías, habían
surgido gérmenes de renovación y se encontraba segura para afrontar una seria
revisión de su propia vida. Con todo, había dentro de la Iglesia en los años
1945-1959 frecuentes tensiones entre conservadores y progresistas. La necesidad
de un giro religioso se manifestó en el contexto del cambio social y cultural
vertiginoso, propio de la posguerra mundial, observable en el final del
colonialismo y la presencia activa y creciente del Tercer Mundo; la
industrialización de los países nordatlánticos, con sus consecuencias de
emigraciones, turismo, ocaso del mundo rural, urbanizaciones gigantescas y
nacimiento o aparición de la sociedad de consumo; por último, la difusión de la
televisión, con un fuerte impacto en la cultura y pautas de comportamiento.
Ciertos problemas acuciantes de la
humanidad se hicieron asimismo presentes en el Concilio: el hambre en una gran
parte del planeta, la escasa vigencia de los derechos humanos en innumerables
países y la carrera de armamentos, con el peligro de la destrucción de la
humanidad.
c) Los objetivos del Vaticano II
El Vaticano II, a diferencia de otros
concilios, no se convocó para rechazar una herejía o superar una crisis
profunda. Su primer propósito, según el pensamiento expresado de Juan XXIII,
fue muy claro: no habría condenas, ni siquiera del marxismo o del comunismo.
Pero, aunque el papa convocante no había dibujado el programa del Vaticano II,
su objetivo más evidente era el aggiornamento de la Iglesia, expresión que
sustituía al término reforma, impronunciable en la convocatoria
conciliar por su apropiación protestante. Se trataba de renovación, adaptación,
diálogo y apertura.
En las alocuciones y discursos de Juan
XXIII previos al Vaticano II pueden deducirse, según G. Gutiérrez, tres
objetivos conciliares: la apertura de la Iglesia al mundo moderno y a la
sociedad, escrutando "los signos de los tiempos", con objeto de hacer
inteligible el anuncio del evangelio; la unidad de los cristianos o presencia
activa de la Iglesia en el ecumenismo; y la Iglesia de los pobres en estricta
fidelidad al evangelio (G. ALBERIGO y J.-P. Jossua, La recepción del Vaticano II, Madrid 1987, 217-218). Los dos
primeros objetivos habían sido desarrollados previamente. El tercero lo sugirió
Juan XXIII un mes antes del concilio; posteriormente lo defendió el cardenal
Lercaro en una memorable intervención cuando dijo: "La Iglesia se
presenta, como es y como quiere ser, como Iglesia de todos, en particular como
la Iglesia de los pobres" (Ecclesia 1.106, 1962, 6).
Una semana después de iniciado el Concilio
escribió una carta el cardenal Montini -que pronto sería nombrado papa- al
Secretario de Estado A. Cicogniani, en la que denunciaba la falta de un plan
"orgánico, ideal y lógico del Concilio" y proponía que "el tema
unitario y comprensivo de este concilio" fuese la Iglesia. Idéntico modo
de pensar tenía el cardenal Suenens. Por esto, en el discurso que pronunció Pablo
VI al comenzar la segunda sesión señaló cuatro metas conciliares:
profundización de la naturaleza de la Iglesia; renovación interna de la
Iglesia; reunión de los cristianos separados y diálogo de la Iglesia con el
mundo.
d) El desarrollo
del Concilio
En contraste con Pío IX, quien consultó a
los obispos sobre la conveniencia de celebrar el Vaticano I, Juan XXIII decidió
personalmente la convocatoria del Vaticano II "por una repentina
inspiración de Dios". No obstante, se llevó a cabo enseguida una amplia y
democrática consulta. El 18 de junio de 1959, el secretario de Estado cardenal
Tardini invitó a todos los obispos (entonces 2.594), superiores mayores
religiosos (156 en total) y universidades católicas para que libremente
propusiesen temas conciliares antes del 30 de octubre de ese mismo año. Aquí
reside la primera explicación del talante participativo y pedagógico del
Concilio e incluso el comienzo de una "democratización de la
Iglesia". Pero habituados los obispos a obedecer órdenes de la curia romana
sin ejercer su libertad y pensamiento, las 2.150 respuestas (unas 10.000
páginas en 16 volúmenes) fueron decepcionantes, ya que se limitaron a exponer
errores o a sugerir mínimas reformas; no obstante, se advirtió en las mismas
una aceptación plebiscitaria de la convocatoria conciliar.
El 5 de junio de 1960, un año después de
la encuesta, se crearon diez comisiones preparatorias, presididas por
cardenales de curia de talante conservador. La apertura llegó por la creación
de tres nuevos secretariados (Apostolado
de los laicos, Medios de comunicación social y Unión de los cristianos) y el nombramiento de obispos
diocesanos progresistas como miembros de comisiones. El trabajo de las
comisiones se plasmó en 70 esquemas (2.100 páginas impresas), parte de los cuales
se envió a los obispos tres meses antes de comenzar el Concilio. A excepción de
la constitución sobre la liturgia, hecha por los renovadores del movimiento
litúrgico, el resto de los esquemas tenía una impronta escolástica,
conservadora y jurídica. Posteriormente serían rechazados por el Concilio; hubo
que redactar menos esquemas con más preocupación pastoral renovadora.
Acudieron a la cita conciliar unos 2.500
obispos, mientras que en el Vaticano I hubo 744 y en Trento 258. Recordemos,
como contraste, que todos los obispos del Vaticano I eran de raza blanca y en
su mayoría europeos. De los presentes en el Vaticano II eran europeos unos
1.000 (450 italianos), otros 1.000 americanos (más de la mitad latinoamericanos),
unos 350 del África negra y otros 400 de Asia, con algunos de Oceanía y del
mundo árabe. Los aproximadamente 150 obispos de los países socialistas
soviéticos tuvieron dificultades para participar. Se nombraron peritos
conciliares a teólogos, otrora de tendencias condenadas por la encíclica Humani generis de 1950, como Congar, Chenu, de
Lubac y Danielou. Se sumaron los teólogos alineados en la renovación de la
Iglesia, como Rahner, Schillebeeckx, Philips, etc. Su influjo fue decisivo.
Antonio Luis Sánchez Álvarez,
párroco.
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