domingo, 3 de junio de 2018

Comentario Evangelio del domingo 3 de junio (Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo) - Marcos 14;12-16, 22-26


Hablar del Cuerpo y Sangre de Cristo, es hablar siempre de Alianza nueva y eterna. Y hablar de Alianza implica a dos partes que mutuamente salen favorecidas. Así, nuestra fe relata una historia en la que un pueblo se ve liberado de la esclavitud y se compromete a ser fiel a Dios (Ex 24,3-8). Jesús, en su fidelidad al Padre, se entrega voluntariamente al servicio y liberación de los hombres y mujeres que Él ama (Hb 9,11-15). Nosotros, al comer el Cuerpo y beber la Sangre de Cristo, compartimos su muerte y su resurrección (Evangelio de Marcos) en todo momento y circunstancias. Por todo ello, estamos agradecidos (Salmo 115)

Tampoco podemos olvidar que celebrar el Cuerpo y Sangre de Jesús, es recordar que Jesús realizó en su vida un signo profético: un pan que se comparte, una existencia entregada y rota por todos. Su historia es una historia de donación y comunión; una vida vivida como don que obliga a tomar parte en ella. “Haced esto en memoria mía”, es decir, haced comunión, dad vida, entregaros unos a otros, animaos unos a otros, sostened a los que sufren, a los pobres y excluidos, denunciad lo que esclaviza a la persona, perdonad al que os hace mal, amad al que os persigue, etc., en definitiva, que cada Eucaristía sea fraterna y subversiva, dirá el obispo Pedro Casaldáliga. Y, si esto no ocurre, hemos de preguntarnos por qué.

A mí me parece que nuestras tradicionales celebraciones del Corpus tienen el peligro de convertirse, si no lo han hecho ya, en pomposas manifestaciones de devoción popular que pueden hacer olvidar el sentido más genuino y evangélico de la Eucaristía como he apuntado anteriormente. De aquí que releer los relatos evangélicos sobre la Cena del Señor, nos haga recuperar su sentido y vivirlo en nuestra vida; pues, no podemos olvidar que la Cena del Señor, se celebró en un contexto de despedida y con una situación conflictiva, cercana ya la muerte de Jesús por el estilo de vida que había llevado y que provocó reacciones adversas en los dirigentes religiosos de la época. Una vida que, tanto impactó en los que tuvieron la suerte de compartirla que nos ha llegado hasta nuestros días.

La Iglesia ha entendido bien esto a lo largo de su historia, aunque en algunos momentos no haya sido fiel. Y en esa comprensión, ha desarrollado su dimensión social y de caridad con la creación de instituciones –Caritas entre otras-, diferentes carismas (servicios), documentos (Doctrina Social de la Iglesia, la encíclica primera “Deus Caritas est” de Benedicto XVI o Laudato si del Papa Francisco) que pretenden resaltar esa relación que existe entre la celebración de la Eucaristía y el compromiso social en la vida diaria; entre celebrar la fe y dar amor. El amor, lo veíamos el domingo pasado en la celebración de la Santísima Trinidad, se parte y se comparte, se hace vida en el día a día y se va concretando en acciones puntuales. El amor no es una idea o un valor vacío, sino todo un recorrido de múltiples valores y experiencias que nos hacen a las personas sentirnos más felices, más acogidos, más valorados; que permite desarrollarnos y crecer porque saca de nosotros lo mejor; el amor y el perdón son terapéuticos, curan, engrandecen,… y no tienen fin; “El amor no falla nunca” (1Cor 13,4-13).

Hasta tal punto esto es importante y decisivo en la vivencia de la fe, que quien diga amar a Dios al que no ve y no amar al hermano al que ve, será tachado de mentiroso; porque no se puede amar a Dios y aborrecer al hermano (1Jn 4,20). Amar a Dios y al hermano es el resumen de todos los mandatos que Dios nos exige. Es más, si leemos el capítulo final de San Mateo (25,31-46) descubrimos que el juicio a las naciones se realizará teniendo en cuenta la capacidad que hayamos tenido de concretar ese amor al vestir al desnudo, alimentar al hambriento, visitar al preso, dar de beber al sediento, acoger al extranjero,… ¡y mais nada!

José Mª Tortosa Alarcón. Presbítero en la Diócesis de Guadix-Baza