Recientemente hemos celebrado la Solemnidad de Pentecostés, por eso es importante que reflexionemos sobre este gran acontecimiento, en este caso, con unas palabras de Benedicto XVI.
En los Hechos de los Apóstoles se
encuentra un primer esbozo de una eclesiología católica; así lo admiten en la actualidad incluso los exegetas protestantes, que llaman a San Lucas “católico primitivo” y lo
critican por esta razón. San Lucas desarrolla su programa eclesiológico en los
dos primeros capítulos de los Hechos, especialmente en el relato del día de
Pentecostés. Quisiera, pues, presentar en esta artículo una breve
visión general de los elementos principales de la eclesiología,
partiendo del relato de Pentecostés tal como se nos transmite en los Hechos.
Pentecostés representa para San Lucas el
nacimiento de la Iglesia por obra del Espíritu Santo. El Espíritu desciende
sobre la comunidad de los discípulos -"asiduos y unánimes en la
oración"-, reunida «con María, la madre de Jesús» y con los once
apóstoles. Podemos decir, por tanto, que la Iglesia comienza con la bajada del
Espíritu Santo y que el Espíritu Santo «entra» en una comunidad que ora, que se
mantiene unida y cuyo centro son María y los apóstoles.
Cuando meditamos sobre esta sencilla
realidad que nos describen los Hechos de los Apóstoles, vamos descubriendo
las notas de la Iglesia.
1. La Iglesia es apostólica, «edificada sobre el fundamento
de los apóstoles y de los profetas» (Ef 02,20). La Iglesia no puede vivir sin
este vínculo que la une, de una manera viva y concreta, a la corriente
ininterrumpida de la sucesión apostólica, firme garante de la fidelidad a
la fe de los apóstoles. En este mismo capítulo, en la descripción que nos ofrece de la Iglesia primitiva,
San Lucas subraya una vez más esta nota de la Iglesia: «Todos perseveraban en
la doctrina de los apóstoles» (2, 42). El valor de la perseverancia, del
estarse y vivir firmemente anclados en la doctrina de los apóstoles, es
también, en la intención del evangelista, una advertencia para la Iglesia de su
tiempo -y de todos los tiempos-. Me parece que la traducción oficial de
la Conferencia Episcopal Italiana no es suficientemente precisa en este punto: «Eran asiduos en escuchar la enseñanza de los apóstoles». No se
trata sólo de un escuchar; se trata del ser mismo de aquella perseverancia
profunda y vital con la que la Iglesia se halla insertada, arraigada en la
doctrina de los apóstoles; bajo esta luz, la advertencia de Lucas se hace
también radical exigencia para la vida personal de los creyentes.
¿Se halla mi vida verdaderamente fundada sobre esta doctrina? ¿Confluyen hacia este centro las corrientes de mi existencia? El impresionante discurso de San Pablo a los presbíteros de Éfeso (c. 20) ahonda todavía más en este elemento de la «perseverancia en la doctrina de los apóstoles». Los presbíteros son los responsables de esta perseverancia; ellos son el quicio de la «perseverancia en la doctrina de los apóstoles», y «perseverar» implica, en este sentido, vincularse a este quicio, obedecer a los presbíteros: «Mirad por vosotros y por todo el rebaño sobre el cual el Espíritu Santo os ha constituido obispos para apacentar la Iglesia de Dios, que Él ha adquirido con su sangre» (20, 29). ¿Velamos suficientemente sobre nosotros mismos? ¿Miramos por el rebaño? ¿Pensamos en qué significa realmente que Jesús haya adquirido este rebaño con su sangre? ¿Sabemos valorar el precio que ha pagado Jesús -su propia sangre- para adquirir este rebaño?
¿Se halla mi vida verdaderamente fundada sobre esta doctrina? ¿Confluyen hacia este centro las corrientes de mi existencia? El impresionante discurso de San Pablo a los presbíteros de Éfeso (c. 20) ahonda todavía más en este elemento de la «perseverancia en la doctrina de los apóstoles». Los presbíteros son los responsables de esta perseverancia; ellos son el quicio de la «perseverancia en la doctrina de los apóstoles», y «perseverar» implica, en este sentido, vincularse a este quicio, obedecer a los presbíteros: «Mirad por vosotros y por todo el rebaño sobre el cual el Espíritu Santo os ha constituido obispos para apacentar la Iglesia de Dios, que Él ha adquirido con su sangre» (20, 29). ¿Velamos suficientemente sobre nosotros mismos? ¿Miramos por el rebaño? ¿Pensamos en qué significa realmente que Jesús haya adquirido este rebaño con su sangre? ¿Sabemos valorar el precio que ha pagado Jesús -su propia sangre- para adquirir este rebaño?
2. Volvamos al relato de Pentecostés. El Espíritu penetra en
una comunidad congregada en torno a los apóstoles, una comunidad que
perseveraba en la oración. Encontramos aquí la segunda nota de la Iglesia: la
Iglesia es santa, y esta santidad no es el resultado de su propia fuerza; esta
santidad brota de su conversión al Señor. La Iglesia mira al Señor y de
este modo se transforma, haciéndose conforme a la figura de Cristo.
«Fijemos firmemente la mirada en el Padre y Creador del universo
mundo», escribe San Clemente Romano en su Carta a los Corintios
(19,2), y en otro significativo pasaje de esta misma carta dice: «Mantengamos
fijos los ojos en la sangre de Cristo» (7,4). Fijar la mirada en el Padre,
fijar los ojos en la sangre de Cristo: esta perseverancia es la condición
esencial de la estabilidad de la Iglesia, de su fecundidad y de su vida
misma.
Este rasgo de la imagen de la Iglesia se
repite y profundiza en la descripción que de la Iglesia se hace al final
del segundo capítulo de los Hechos: «Eran asiduos -dice San Lucas- en la
fracción del pan y en la oración». Al celebrar la Eucaristía, tengamos fijos
los ojos en la sangre de Cristo. Comprenderemos así que la celebración de
la Eucaristía no ha de limitarse a la esfera de lo puramente litúrgico,
sino que ha de constituir el eje de nuestra vida personal. A partir de
este eje, nos hacemos «conformes con la imagen de su Hijo» (Rm 8,29). De
esta suerte se hace santa la Iglesia, y con la santidad se hace también
una. El pensamiento «fijemos la mirada en la sangre de Cristo» lo expresa
también San Clemente con estas otras palabras: «Convirtámonos
sinceramente a su amor». Fijar la vista en la sangre de Cristo es clavar
los ojos en el amor y transformarse en amante.
3. Con estas consideraciones volvemos al acontecimiento de
Pentecostés: la comunidad de Pentecostés se mantenía unida en la oración,
era «unánime» (4,32). Después de la venida del Espíritu Santo, San Lucas
utiliza una expresión todavía más intensa: «La muchedumbre... tenía un
corazón y un alma sola» (Hch 4,32). Con estas palabras, el evangelista indica la razón más profunda de la unión de la comunidad primitiva: la unicidad del corazón. El corazón -dicen los Padres de la Iglesia- es el órgano propulsor del cuerpo, según la filosofía estoica. Este órgano
esencial, este centro de la vida, no es ya, después de la conversión, el propio
querer, el yo particular y aislado de cada uno, que se busca a sí mismo y
se hace el centro del mundo. El corazón, este órgano impulsor, es uno y único
para todos y en todos: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» Gál 2,20),
dice San Pablo, expresando el mismo pensamiento, la misma realidad: cuando
el centro de la vida está fuera de mí, cuando se abre la cárcel del yo y
mi vida comienza a ser participación de la vida de Otro -de Cristo-,
cuando esto sucede, entonces se realiza la unidad.
Este punto se halla estrechamente
vinculado con los anteriores. La trascendencia, la apertura de la propia vida,
exige el camino de la oración, exige no sólo la oración privada, sino también
la oración eclesial, es decir, el Sacramento y la Eucaristía, la
unión real con Cristo. Y el camino de los sacramentos exige la perseverancia
en la doctrina de los apóstoles y la unión con los sucesores de los apóstoles,
con Pedro. Pero debe intervenir también otro elemento, el elemento
mariano: la unión del corazón, la penetración de la vida de Jesús en la
intimidad de la vida cotidiana, del sentimiento, de la voluntad y del
entendimiento.
4. El día de Pentecostés manifiesta también la cuarta nota de la
Iglesia: la catolicidad. El Espíritu Santo revela su presencia en el don
de lenguas; de este modo renueva e invierte el acontecimiento de Babilonia: la
soberbia de los hombres que querían ser como Dios y construir la torre
babilónica, un puente que alcanzara el cielo, con sus propias fuerzas, a
espaldas de Dios. Esta soberbia crea en el mundo las divisiones y los muros que
separan. Llevado de la soberbia, el hombre reconoce únicamente su inteligencia,
su voluntad y su corazón, y, por ello, ya no es capaz de comprender el
lenguaje de los demás ni de escuchar la voz de Dios. El Espíritu Santo, el
amor divino, comprende y hace comprender las lenguas, crea unidad en
la diversidad. Y así la Iglesia, ya en su primer día, habla en todas las lenguas,
es católica desde el principio. Existe el puente entre cielo y tierra. Este
puente es la cruz; el amor del Señor lo ha construido. La construcción de este
puente rebasa las posibilidades de la técnica; la voluntad babilónica
tenía y tiene que naufragar. Únicamente el amor encarnado de Dios podía
levantar aquel puente. Allí donde el cielo se abre y los ángeles de Dios suben
y bajan (Jn 1,51), también los hombres comienzan a comprenderse.
La Iglesia, desde el primer momento de su
existencia, es católica, abraza todas las lenguas. Para la idea lucana de
Iglesia y, por tanto, para una eclesiología fiel a la Escritura, el
prodigio de las lenguas expresa un contenido lleno de significación: la
Iglesia universal precede a las Iglesias particulares; la unidad es antes que
las partes. La Iglesia universal no consiste en una fusión secundaria de
Iglesias particulares; la Iglesia universal, católica, alumbra a las
Iglesias particulares, las cuales sólo pueden ser Iglesia en comunión con la
catolicidad. Por otra parte, la catolicidad exige la numerosidad de lenguas, la
conciliación y reunión de las riquezas de la humanidad en el amor
del Crucificado. La catolicidad, por tanto, no consiste únicamente en algo
exterior, sino que es además una característica interna de la fe personal:
creer con la Iglesia de todos los tiempos, de todos los continentes, de todas
las culturas, de todas las lenguas. La catolicidad exige la apertura del
corazón, como dice San Pablo a los Corintios: «No estáis al estrecho con
nosotros...; pues para corresponder de igual modo, como a hijos os hablo;
¡abrid también vuestro corazón!» (2 Cor 6,12-13). Los apóstoles pudieron
realizar la Iglesia católica porque la Iglesia era ya católica en su
corazón. Fue la suya una fe católica abierta a todas las lenguas. La
Iglesia se hace infecunda cuando falta la catolicidad del corazón, la
catolicidad de la fe personal.
El día de Pentecostés anticipa, según San
Lucas, la historia entera de la Iglesia. Esta historia es sólo una
manifestación del don del Espíritu Santo. La realización del dinamismo del
Espíritu, que impulsa a la Iglesia hacia los confines de la tierra y de los tiempos,
constituye el contenido central de todos los capítulos de los Hechos de los
Apóstoles, donde se nos describe el paso del Evangelio, del mundo de los
judíos al mundo de los paganos, de Jerusalén a Roma. En la estructura de este
libro, Roma representa el mundo de los paganos, todos aquellos pueblos que se
hallan fuera del antiguo pueblo de Dios. Los Hechos terminan con la llegada del
Evangelio a Roma, y esto no porque no interesara el final del proceso de
San Pablo, sino porque este libro no es un relato novelesco. Con la
llegada a Roma, ha alcanzado su meta el camino que se iniciara en
Jerusalén; se ha realizado la Iglesia católica, que continúa y sustituye al
antiguo pueblo de Dios, el cual tenía su centro en Jerusalén. En este
sentido, Roma tiene ya una significación importante en la eclesiología de San
Lucas; entra en la idea lucana de la catolicidad de la Iglesia.
Podemos decir así que Roma es el nombre
concreto de la catolicidad. El binomio «romano-católico» no expresa una contradicción,
como si el nombre de una Iglesia particular, de una ciudad, viniera a
limitar e incluso a hacer retroceder la catolicidad. Roma expresa la fidelidad
a los orígenes, a la Iglesia de todos los tiempos y a una Iglesia que
habla en todas las lenguas. Este contenido espiritual de Roma es, por
tanto, para los que hemos sido llamados hoy a ser esta Roma, la garantía
concreta de la catolicidad y un compromiso que exige mucho de nosotros.
Exige una fidelidad decidida y profunda al
sucesor de Pedro; un caminar desde el interior hacia una catolicidad cada
vez más auténtica, y también, en ocasiones, aceptar con prontitud la condición
de los apóstoles tal como la describe San Pablo: «Porque, a lo que pienso,
Dios a nosotros nos ha asignado el último lugar, como a condenados a
muerte, pues hemos venido a ser espectáculo para el mundo... como desecho
del mundo, como estropajo de todos» (1 Cor 4,9.13). El sentimiento antirromano
es, por una parte, el resultado de los pecados, debilidades y
errores de los hombres, y, en este sentido, ha de motivar un examen de conciencia
constante y suscitar una profunda y sincera humildad; por otra parte, este
sentimiento corresponde a una existencia verdaderamente apostólica, y es
así motivo de gran consolación. Conocemos las palabras del Señor: «¡Ay
cuando todos los hombres dijeren bien de vosotros, porque así hicieron sus
padres con los profetas!» (Lc 6,26).
Nos vienen a la memoria también las
palabras que San Pablo escribió a los Corintios: «¿Ya estáis llenos? ¿Ya estáis
ricos?» (1 Cor 4,8). El ministerio apostólico no se compadece con
esta saciedad, con una alabanza engañosa, a costa de la verdad. Sería renegar
de la cruz del Señor.
En resumen: la eclesiología de San Lucas
es, como hemos visto, una eclesiología pneumatológica (del Espíritu Santo)
y, por ello mismo, plenamente cristológica; una eclesiología espiritual y, al
mismo tiempo, concreta, incluso jurídica; una eclesiología litúrgica y
personal, ascética. Es relativamente fácil comprender con la mente esta síntesis
de San Lucas; pero es tarea de toda una vida el compromiso de vivir cada vez
con más intensidad esta síntesis y llegar a ser de este modo realmente católico.
Antonio Luis Sánchez Álvarez,
párroco
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