“Señor Jesús, hermano de los pobres,
frente al turbio
resplandor de los poderosos
te hiciste impotencia.
Desde las alturas
estelares de la divinidad
bajaste al hombre hasta
tocar el fondo.
Siendo riqueza, te
hiciste pobreza.
Siendo el eje del mundo
te hiciste periferia,
marginación, cautividad.
Dejaste a un lado a los
ricos y satisfechos
y tomaste la antorcha
de los oprimidos y
olvidados,
y apostaste por ellos.
Llevando en alto la
bandera de la misericordia
caminaste por las cumbres
y quebradas
detrás de las ovejas
heridas.
Dijiste que los ricos ya
tenían su dios
y que sólo los pobres
ofrecen espacios
libres al asombro;
para ellos será el sol y
el Reino,
el trigal y la cosecha.
¡Bienaventurados!
Es hora de alzar las
tiendas y ponernos en camino
para detener la desdicha
y el sollozo,
el llanto y las lágrimas,
para romper el metal de
las cadenas
y sostener la dignidad
combatiente,
que viene llegando,
implacable, el amanecer
de la liberación
en que las espadas serán
enterradas
en la tierra germinadora.
Son muchos los pobres,
Jesús; son legión.
Su clamor es sordo,
creciente, impetuoso
y, en ocasiones,
amenazante
como una tempestad que se
acerca.
Danos, Señor Jesús, tu
corazón sensible
y arriesgado;
líbranos de la
indiferencia y la pasividad;
haznos capaces de
comprometernos
y de apostar, también
nosotros,
por los pobres y
excluidos.
Es hora de recoger los
estandartes
de la justicia y de la
paz
y meternos hasta el fondo
de las muchedumbres
entre tensiones y
conflictos,
y desafiar al materialismo
con
soluciones alternativas.
Danos, oh Rey de los
pobres
la sabiduría para tejer
una única guirnalda
con esas dos rojas
flores:
contemplación y combate.
Y danos la corona de la Bienaventuranza.
Amén”.
(P. Ignacio Larrañaga).